Película muy humana y nada ideológica, crítica con la clase política y la cocina sofisticada, elogiosa del trabajo bien hecho y de las relaciones sencillas entre las personas, que —al igual que las magistrales El festín de Babette y Comer, beber, amar— presenta acertadamente la gastronomía como un arte en el que el propio cocinero se realiza como creador agradando a sus comensales.
SINOPSIS
Hortense Laborie, una renombrada cocinera del Périgord, no acaba de creerse que el presidente de la República la haya nombrado su chef particular y que deberá encargarse de todas sus comidas privadas en el Palacio del Elíseo. A pesar de los celos y envidias de numerosos miembros del personal de cocina, Hortense no tarda en hacerse respetar gracias a su genio. La autenticidad de sus platos seduce al presidente, pero los pasillos del poder están trufados de trampas.
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CRÍTICAS
[Mª Ángeles Almacellas – CinemaNet]
Hortense Laborie, una renombrada cocinera de la región de Périgord es requerida para regentar la cocina privada del Presidente de la República en el Palacio del Elíseo, en París. Allí ejercerá su oficio durante más de dos años, hasta que, cansada de las intrigas palaciegas, presente su dimisión. Durante el año siguiente, permanecerá, como jefe de cocina en la Base científica Alfred Faure del archipiélago Crozet, en los territorios australes y antárticos franceses. El guión está inspirado en Danièle Mazet-Delpeuch, la única mujer que ha cocinado en el Elíseo, que trabajó para el Presidente Mitterand.
Las dos historias de Hortense Laborie –los casi tres años en el Elíseo seguidos del año en la Antártida– aparecen en la película intercalados, tiempo real para la Base Alfred Faure, flash-back para su estancia en el Palacio presidencial. De hecho, la película empieza la víspera de la despedida de Hortense en la Base, para retrotraerse enseguida hasta cuatro años atrás, en su granja del Périgord, cuando se inició su aventura como cocinera del Presidente de la República.
Este recurso de saltos de espacio y tiempo no sólo consigue el efecto de mantener tensa la atención del espectador, sino que, sobre todo, va marcando las diferencias entre ambas historias. Hortense es la misma persona y desempeña idéntica función. Lo que varía sustancialmente son las relaciones con el entorno. En el Elíseo encuentra calor y amistad en el Presidente, en Nicolas Bauvois, su ayudante de cocina, y en Jean-Marc Luchet. Pero por parte del resto sufre envidias, intrigas, descalificaciones y dificultades. Se insinúa el machismo, pero no se acaba de entrar en él, no se llega a describir. Sólo es una característica más de personas humanamente muy pobres, a pesar de los cargos que puedan desempeñar. En el Palacio, son todos altos funcionarios o personal cualificado de cocinas. Tienen en común que no soportan a alguien creativo, que haga de su trabajo un arte y que, por tanto, no se someta fácilmente al automatismo de la cadena organizativa. Es como si cada uno de esos personajes que realiza su trabajo repetitivamente, siempre idéntico, invariable, se sintiera importante, responsable de una labor sagrada, intangible. De este modo todo el engranaje de palacio funciona fluidamente, como una máquina perfecta y bien engrasada.
Pero hete aquí que Hortense es capaz de ser altamente creativa sin, por ello, dejar de ser respetuosa, en lo esencial, con las normas, el protocolo y la organización interna. Es como una bocanada de aire fresco en un ambiente engolado, hierático y “funcionarial” en el peor sentido del término. Y la gota que rebosa la copa de las envidias y rencores es la atención y afecto que le dispensa el Presidente. Todas esas personas tan amables, tan correctas en las formas, se manifiestan como seres sin ninguna humanidad, dispuestos a eliminar a quien les moleste o, sencillamente les haga sombra.
En la Base, por el contrario, se encuentra con seres sencillos, incluso a veces algo rudos, pero entrañables. Al principio algo impresionados por la mujer que ha accedido al puesto de trabajo propuesto para un varón, por las duras condiciones de trabajo y de vida en ese lugar. También esto es un contraste con el desprecio en la cocina central del Elíseo, por el hecho de ser mujer. En un caso tiene la lógica, no discriminatoria en razón del sexo, sino de la elección del perfil más adecuado por las duras condiciones de trabajo. Sin embargo, por parte de los cocineros del Elíseo, hay un claro trato vejatorio de Hortense, por el hecho de ser mujer.
Los actores, todos sin excepción, cumplen perfectamente con su papel. Catherine Frot encarna perfectamente su papel de mujer sencilla pero refinada y con mucha clase. Se echa de menos conocer algo más de su vida privada –sólo sabemos que tiene una hija, un tío y una granja–, pero finalmente tampoco es sustancial para la historia. En el papel del presidente de la República vemos al escritor y miembro de la Academia Francesa Jean d’Ormesson, en su primer papel para el cine. Le da majestad y elegancia a su personaje, pero con cercanía personal y un punto de ironía que lo hacen grato, a pesar de que tal vez resulte algo mayor para un cargo político de tan alta responsabilidad.
La película, en su conjunto, es un elogio a la cocina. Pero que nadie espere algo comparable a la belleza de El festín de Babette (Babettes gæstebud, Gabriel Axel, 1987, recientemente en versión digital restaurada) ni al emotivo poder simbólico de algunas de sus escenas. La cocinera del Presidente se queda en la superficie, es una película “argumental”. Pero resulta muy entretenida y se sigue con interés, sin que la elaboración y cata de platos resulte monótona en ningún momento.
Conviene advertir que la película tiene efectos secundarios: excita los jugos gástricos. Hay que tener, pues, previsto que se sale de la sala con un apetito voraz y un indescriptible deseo de saborear, en plan goumet, un plato de “abuela”, como repetidamente se oye, regado con un caldo adecuado (Aviso importante: las palomitas no constituyen alternativa).
[Jeronimo José Martín – COPE]
Mientras realizan un reportaje televisivo en una base francesa de la Antártida, dos periodistas australianos conocen a Hortense Laborie (Catherine Frot), una renombrada cocinera del Périgord, que ha pasado un año trabajando allí, y que ahora retorna a Francia. Por los trabajadores de la base, los periodistas irán conociendo la alucinante historia de la discreta Hortense, una sencilla mujer de campo, que ejerció durante más de dos años como chef particular del veterano Presidente de la República Francesa (Jean D’Ormesson).
En el impresionante Palacio del Elíseo, ella, su joven ayudante Nicolas Bauvois (Arthur DuPont) y el entrañable maître Jean-Marc Luchet (Jean-Marc Roulot) se esforzaron por agradar al presidente y sus invitados con sus esmerados platos tradicionales, sorteando las trabas de los burócratas politicastros del gabinete presidencial y los obstáculos que les pusieron los cocineros del comedor general del palacio, liderados por el envidioso Pascal Lepiq (Brice Fournier).
Rodada en parte en el mismo Palacio del Elíseo, esta agradable tragicomedia del cineasta y enólogo parisino Christian Vincent (La discreta, Les enfants) se inspira libremente en la historia real de Danièle Mazet-Delpeuch, que fue cocinera personal del presidente François Miterrand entre 1988 y 1990. El guión de Etienne Comar y el propio Vincent es tal vez demasiado escueto en sus conflictos dramáticos, y poco contundente en sus golpes de humor. En este sentido, La cocinera del presidente se queda un poco por debajo de otras películas recientes también basadas en famosos personajes públicos, como Su Majestad, Mrs. Brown, The Queen, La Reina Victoria, El desafío. Frost contra Nixon, El discurso del rey, Mi semana con Marilyn, De Nicolas a Sarkozy o Hitchcock.
Sin embargo, goza de una fresca puesta en escena, un tono general elegante —sólo roto por un par de groseras bromas sexuales— y unas excelentes interpretaciones, sobre todo de la estupenda actriz Catherine Frot y del casi nonagenario y prestigioso escritor, filósofo y periodista Jean D’Ormesson, que debuta como actor con una caracterización sorprendentemente veraz del imaginario presidente francés del filme.
Queda así una película muy humana y nada ideológica, crítica con la clase política y la cocina sofisticada, elogiosa del trabajo bien hecho y de las relaciones sencillas entre las personas, que —al igual que las magistrales El festín de Babette y Comer, beber, amar— presenta acertadamente la gastronomía como un arte en el que el propio cocinero se realiza como creador agradando a sus comensales.
Eso sí, hay que ver La cocinera del presidente bien comido y bebido, pues los numerosos guisos, postres y vinos que aparecen en pantalla incitan sin piedad las papilas gustativas del desvalido espectador. No en vano Christian Vincent ha contado con el asesoramiento culinario de Gérard Besson —antiguo chef con varias estrellas Michelín del restaurante homónimo situado en la calle parisina Coq Héron—, Guy Legay —otro antiguo chef con estrellas del Hotel Ritz— y Elisabeth Scotto, estilista culinaria que colabora en la revista Elle. En fin, una película para chuparse los dedos.
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