Comedia amarga sobre diversos asuntos como la crisis, la soledad o las decepciones, con marcado tono pesimista aunque poético, cómico, sensible y sarcástico y cuyo mejor aval es un verdadero recital de una protagonista femenina en estado de gracia. Una perspectiva decididamente pesimista e inmanente —esta vez, a Dios ni se le cita—, solo mitigada por un vitalismo hedonista de bajo vuelo, en el que, sin embargo, la fidelidad conyugal, el arrepentimiento y el perdón asumen finalmente un papel relevante.
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ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título original: Blue Jasmine. |
SINOPSIS
Cuando su vida entera se desmorona, incluyendo su matrimonio con Hal, un adinerado hombre de negocios, la elegante Jasmine, conocida personalidad de la alta sociedad de Nueva York, se muda al modesto apartamento de su hermana Ginger en San Francisco para intentar recuperarse y recomponer su vida.
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CRÍTICAS
[Jerónimo José Martín – COPE]
En 2005, el neoyorquino Woody Allen inició una serie de películas ambientadas y rodadas en Europa, que sólo rompió en 2009 con la fallida “Si la cosa funciona”, una especie de frívolo y cínico interludio en Nueva York. Durante esa larga etapa europea, el casi octogenario cineasta firmó dos notables dramas sobre la libertad y la culpa —“Match Point” (2005) y “Cassandra’s Dream” (2007)—, y cinco tragicomedias ligeras y escapistas: una muy buena —“Midnight in Paris” (2011)—, tres regulares —“Scoop” (2006), “Conocerás al hombre de tus sueños” (2010) y “A Roma con amor” (2012)— y una mala: “Vicky Cristina Barcelona” (2008). Ahora, Allen retorna a Estados Unidos, y allí recupera la forma, con “Blue Jasmine”, notable tragicomedia en torno a la crisis económica actual, claramente inspirada en “Un tranvía llamado deseo”, la famosa obra teatral de Tennessee Williams, que ya llevó al cine Elia Kazan en 1951, con Vivien Leigh como oscarizada protagonista.
Jasmine (Cate Blanchett) era una glamourosa ama de casa de la alta sociedad de Nueva York cuando estaba casada con el rico, corrupto y mujeriego empresario Hal (Alec Baldwin). Pero, tras el encarcelamiento y la muerte de éste, ahora Jasmine está sin dinero, sin casa y con una grave crisis existencial, que le lleva a tomar antidepresivos y alcohol, y a recordar en voz alta su antigua vida de lujo en Manhattan y los Hamptons. Así que se muda a San Francisco para intentar rehacer su vida con su hermanastra Ginger (Sally Hawkins), una sencilla cajera que, tras divorciarse del sufrido Augie (Andrew Dice Clay), vive en un pequeño apartamento con sus dos traviesos hijos, Matthew (Daniel Jenks) y Johnny (Max Rutherford). La llegada de la altanera Jasmine revoluciona la vida de todos ellos, sus amigos y conocidos, sobre todo de Ginger, que está a punto de encauzar por fin su vida con su novio Chili (Bobby Cannavale), un mecánico tosco pero cariñoso.
Más que a Woody Allen, “Blue Jasmine” pertenece a Cate Blanchett, que, con su habitual derroche de recursos, realiza una de las mejores interpretaciones femeninas de los últimos años. En su veraz y conmovedora reconstrucción del proceso de autoengaño y degradación interior de su personaje, la actriz australiana lleva al espectador de la comedia disparatada al melodrama desatado, y de éste a la tragedia pura y dura. Tal es la potencia de su caracterización, que a ratos “Blue Jasmine” no parece una película de Woody Allen, pues muchos de sus traumas y obsesiones habituales se diluyen en el impresionante despliegue de humanidad de Blanchett, maravillosamente secundada por Alec Baldwin y Sally Hawkins, y bien acompañada por Bobby Cannavale, Andrew Dice Clay y Peter Sarsgaard, en personajes menos perfilados y más arquetípicos. Incluso, su habitual visión hipercrítica de la alta burguesía estadounidense —según él, materialista, individualista, insolidaria y vacía—, más que ácida, resulta tremendamente amarga e, incluso, patética.
En todo caso, sí se disfruta al mejor Woody Allen de siempre en la afilada definición de personajes, en numerosos diálogos chispeantes, en varios golpes de humor sarcástico y en una puesta en escena naturalista, bellamente fotografiada por el guipuzcoano Javier Aguirresarobe y casi siempre sustancial, aunque padece un final demasiado abrupto y ciertas arritmias en su constante devenir en dos tiempos entre Nueva York y San Francisco. También insiste aquí Allen en su perpleja y descarnada visión de las relaciones sexuales, conyugales y familiares en general, así como su triste desmitificación del sueño americano. Una perspectiva decididamente pesimista e inmanente —esta vez, a Dios ni se le cita—, solo mitigada por un vitalismo hedonista de bajo vuelo, en el que, sin embargo, la fidelidad conyugal, el arrepentimiento y el perdón asumen finalmente un papel relevante. Algo es algo.
[Enrique Almaraz, Colaborador de CinemaNet]
La cita anual de Woody Allen con el público es de nuevo un motivo de celebración. El último trabajo del cineasta neoyorquino se sitúa en el rinconcito de películas con un encanto especial, una comedia amarga envuelta en todo su conjunto en el mejor tono cómico característico para después entrar de lleno en la fibra sensible del espectador. Jasmine French (Cate Blanchett) es una mujer cuya suerte pasa en poco tiempo de una situación privilegiada junto a su marido Hal (Alec Baldwin) a la mayor de las ruinas, económica y personal, que la obliga a instalarse en casa de Ginger (Sally Hawkins), su hermana adoptiva —“las dos lo somos”, dice, como también ambas y repetidas veces que Jasmine tiene “mejores genes”— de quien la separa un abismo: mientras Jasmine —nombre que escogió frente al original Jeanette— es una dama con clase, Ginger es vulgar y sin ambiciones, pero su buen corazón podría darle un millón de lecciones. A grandes rasgos, el contraste entre el lujo y las estrecheces; sin necesidad de lupa, mucho más. La historia se permite contar ambas etapas gracias al hábil manejo de unos saltos cronológicos muy bien hilvanados.
El tono es, por coherencia, menos desopilante que en ocasiones anteriores, pero tal condición es suplida por un plus de delicadeza donde el humor continúa garantizado a través de uno de los ingredientes inamovibles como la agilidad verbal, esta vez de manera más moderada, como si un halo de pena impregnara de contención su atmósfera. Por momentos sustituida la profundidad por la sutileza —algo igualmente encomiable—, notorio es el sello de autor, con una narrativa sensible, precisa y certera donde no faltan ni la acidez ni la poética urbana y realista. Cuando Woody Allen coge medianamente la senda adecuada es muy difícil que decepcione.
Todas las virtudes mencionadas son posibles gracias especialmente a la grandiosa radiografía del personaje femenino protagonista: neurótica, sufridora, pero también elegante y sensual. Cate Blanchett, en estado de gracia, aprovecha hasta el jubiloso aplauso un papel tan propenso al lucimiento con una portentosa exhibición, donde brilla la grandísima actriz que es en cada uno de los registros de Jasmine: desquiciada, frágil, divertida… Privarla de una nominación —como mínimo— al Oscar sería una terrible injusticia, cuando no un crimen que ojalá no tengamos que lamentar. El resultado es un hermoso y emotivo análisis de varios temas, donde cabría destacar lo efímero de la felicidad —o, afinando un poco más, la relatividad de la misma—, la falsedad, la superficialidad de determinados ambientes y sus gentes, la decepción cuando la vida impide que los sueños se realicen y la melancolía y la soledad ya solamente dejan sitio para la tristeza. “Blue Moon”. Blue Jasmine.
[Sergi Grau – Colaborador de CinemaNet]
Delitos, faltas y desamparo
Los buenos o grandes cineastas suelen ser capaces de proponer profundos y muy atinados comentarios sobre la sociedad y los tiempos que les ha tocado vivir sin necesidad de renunciar un ápice a su personalidad e intereses creativos. Unos pocos ejemplos a vuelapluma: El amo de la casa (Carl Theodor Dreyer, 1925); El testamento del Doctor Mabuse (Fritz Lang, 1931); Las puertas de la noche (Marcel Carné, 1946); Perro rabioso (Akira Kurosawa, 1949); La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960); La conversación (Francis Ford Coppola, 1973); Lone Star (John Sayles, 1996); La terminal (Steven Spielberg, 2004); La Red Social (David Fincher, 2010)… Woody Allen también lo ha hecho en diversas ocasiones, siempre parapetado en sus tan reconocibles obsesiones. Sin embargo, las constancias radiográficas que Blue Jasmine nos propone de la cultura del pelotazo y la sinvergüenza financiera que a principios de este siglo XXI arrojó a los EEUU (y a medio mundo) a la quiebra resulta tan pasmosa como admirable precisamente por venir de alguien que a menudo en sus películas parece situado en una especie de nirvana creativo impermeable, en ese coto cerrado de quien sabe desde hace mucho tiempo que no tiene nada que demostrar.
Blue Jasmine nos narra la triste historia de Jasmine (o más bien Jeanette) Francis (Cate Blanchett), una mujer que habiendo pertenecido a la crême neoyorquina merced de su matrimonio con un especulador a gran escala y sin escrúpulos debe enfrentarse, de la noche a la mañana, al expolio y la ruina económica y moral. Y a través de esa historia Allen encaja a la perfección su bien conocida inclinación por retratar las aristas y pulsiones psicológicas del ser humano (y, debiéramos matizar, de una determinada esfera socio-cultural) y el comentario nada abstracto sobre el signo de los tiempos en los que nos hallamos inmersos. Allen no necesita, en ese sentido, poner en primer ni directo término argumental las cuestiones referidas a la crisis económica para rubricar una de las más percutantes y brillantes digresiones que hasta la fecha se han realizado sobre las causas del frágil presente que estamos viviendo.
A través del extraordinario guión de su película, el cineasta canaliza ese discurso a través de una concatenación de conflictos entre personajes que llevan anudadas importantes constataciones sobre comportamientos socio-económicos y psico-culturales. De tal modo, sin desmentir que Blue Jasmine sea ante todo una febril crónica sobre el desasimiento y desamparo al que se enfrenta una mujer, ese retrato en primera persona está perfectamente balanceado sobre una danza de personajes secundarios que muy intencionadamente obedecen a patrones tipológicos extraídos de la realidad y fácilmente reconocibles que cuajan en el todo narrativo un condenso mosaico sociológico que a menudo despeja en clave de estratificaciones sociales las pesimistas constataciones anímicas del poderoso drama humano que desgrana.
Tanto por su severidad dramática cuanto por su perfil de ambientes, la película recuerda a filmes pretéritos del cineasta como Delitos y faltas (1988) y Match Point (2005), otras dos de las obras mayores del director. Si, por ejemplo, en la citada Match Point el cineasta ya sorprendió a muchos escarbando en motivos dostoyevskianos, aquí recoge, actualiza y lleva a su terreno paisanajes de dramaturgos como Arthur Miller o Tennessee Williams para proponer un tortuoso viaje al corazón malherido de este personaje derrotado por la vida pero incapaz de asumir esa derrota. Digo que “recoge” porque la sombra de la Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo (Williams, 1948) planea sobre Jasmine durante todo el metraje hasta terminar de apuntalarlo en el cierre. Digo “actualiza” porque ese perfil trágico está convenientemente contextualizado, como se ha anotado, a una realidad socio-cultural perfectamente reconocible y cercana. Digo y subrayo “lleva a su terreno” porque en Blue Jasmine brilla permanentemente la mayor virtud de la idiosincrasia narrativa alleniana, a su vez herencia de Ingmar Bergman, consistente en la concisa y preclara disposición de las piezas narrativas en orden a desnudar la intimidad y los vaivenes sentimentales de sus personajes, de modo tal que se eleva muy exponencialmente la implicación y el compromiso del espectador con esos conflictos, que casi siempre –y Blue Jasmine es uno de los más elocuentes ejemplos en la completa filmografía de Allen– no sólo están cargados de matices sino que acarrean espinosos cuestionamientos éticos.
Lo que conmueve, aturde, fascina de Blue Jasmine es, en ese sentido, la capacidad que demuestra Allen para involucrarnos tan en profundidad en el sufrimiento de la mujer protagonista sin para ello escatimarnos constantes y severos cuestionamientos a su personalidad y sus actos (a menudo despóticos y obcecados en un clasismo rampante). Y eso nos dirige a la rara habilidad alleniana para conjugar lo trágico y lo cómico de forma harto convincente, de agitar el sarcasmo y la ternura en un preciso equilibrio que da de resultas una dramaturgia verosímil y de una hondura formidable. Todo lo que se enfatiza merced de la composición inolvidable que Cate Blanchett efectúa de Jasmine. Blanchett modula lo necesario una vis histriónica que corría el peligro de diluir por exceso la potencia expresiva al relato, y en cambio busca en el más difícil camino de lo introspectivo la intensidad emotiva, insuflando valiosas dosis de vida donde parece que apenas queda patetismo, coraje donde el texto a menudo sugiere sólo sus despojos, y, en fin, un remedo de integridad que es el que, a la postre, en no pocas sobrecogedoras secuencias que protagoniza, espesa y por tanto amplifica el tenor de la tragedia.
Me cuento entre quienes opinan que en el cine, a diferencia de la solvencia o el oficio, la grandeza interpretativa depende en buena medida de quién dirige esa interpretación. Pero la Jasmine de Blanchett se erige en uno de esos ocasionales, siempre tan admirables ejemplos en los que uno no puede limitar el juicio a la anterior máxima y debe reconocer que hay algo más, un precioso valor añadido que se debe exclusivamente al compromiso, la capacidad innata y el apasionamiento del actor, en este caso la actriz.
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