Nuevo derroche interpretativo del protagonista en una película dura, impactante y diferente, subordinada a su sufrimiento como mejor sostén, que sin embargo tendrá un limitado recorrido como presunta obra maestra.
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ESTRENO Título original: The Revenant. |
SINOPSIS
En las profundidades de la América salvaje, el trampero Hugh Glass resulta gravemente herido y es abandonado a su suerte por un traicionero miembro de su equipo, John Fitzgerald. Con la fuerza de voluntad como su única arma, Glass deberá enfrentarse a un territorio hostil, a un invierno brutal y a la guerra constante entre las tribus de nativos americanos, en una búsqueda heroica e implacable para conseguir vengarse de Fitzgerald.
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CRÍTICAS
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
Grizzly Man
Más allá del hecho que El renacido se halle entre las películas galardonadas/galardonables en este inicio de curso –algo que siempre motiva que se hable de ellas–, hay dos indicios irrefutables sobre la relevancia de este título de Alejandro González Iñárritu por los argumentos que se esgrimen, da igual si es para ensalzarla o para lo contrario. Por un lado, el hecho de que se refiera a la misma en términos comparativos con otras obras y autores de renombre: Terrence Malick y su cine contemplativo, Werner Herzog y la cinética del paisaje, el Kurosawa de Dersu Uzala (1975), el Tarkovski de Andrei Rublev (1966), Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack, 1972)… Por el otro, que la película sirva de pretexto para discutir, otra vez, los términos de relevancia artística de la imagen de síntesis, habida cuenta de la importancia que la CGI tiene en la película, a pesar de tratarse de una obra completamente rodada en majestuosos y salvajes escenarios naturales. Los dos comentarios, se deduce, invitan a reflexionar sobre los semejante o divergente entre el cine de ayer y el de hoy, prueba evidente de que las imágenes de The Revenant espolean términos de puro análisis visual.
De las anteriores, la semejanza más evidente es la relacionada con el cine de Malick, pues El renacido participa de la mirada impresionista filtrada por la fuerza del paisaje que caracteriza el cine del autor de La delgada línea roja (1998) y El nuevo mundo (2005), dos obras que cito porque son las que más sombra le hacen a ésta en la filmografía de Malick, la segunda de las cuales que contaba ya con el hoy habitual colaborador del cineasta tejano en tareas de dirección fotográfica, el mejicano Emmanuel Lubezki, quien rubrica en The Revenant una labor, más que extraordinaria, decisiva en los resultados globales. Pero si se me permite efectuar un somero juicio sobre influencias visuales, citaría el arranque de Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) y su capacidad para filmar lo caótico y fatídico del enfrentamiento bélico; el Joe Wright de la set-piece central de Expiación (2007), que reciclaba las enseñanzas de Spielberg en coda sofisticada vía plano-secuencia; el huis-clos del paisaje en descomposición de la, por lo general menospreciada, La carretera (John Hillcoat, 2007); el David Ayer de Corazones de acero (2014), también vástago de Spielberg y que desarrollaba de forma excelente los mismos conceptos aferrados a la idea del punto de vista; o Mad Max: Fury Road (George Miller, 2015), por su empeño y capacidad de ubicarnos en su peculiar territorio expresivo a través de un formidable esfuerzo por mostrar un paisaje inédito, también con herramientas de la imagen de síntesis. Esas herramientas, en esas obras aplicadas a lo bélico o a lo fantástico, se trasladan en The Revenant a los significantes propios de un relato de aventuras, con ingredientes survival y otros limítrofes con el western, todo ello sin olvidar un encourage trabajado en sus pretensiones historicistas. Con esto quizá sugiero que las definiciones que promueve la era digital del cine están diluyendo los marcos expresivos específicos de cada género. Pero esa aseveración debe tomarse con cautela: por un lado, quizá esa evidencia no hace otra cosa que recordarnos que los géneros nunca fueron compartimentos estancos, especialmente en lo referido a la cartografía visual; por el otro, la evolución en un determinado sentido de los géneros y sus atributos visuales no revelan tanto lo bueno o lo malo cuanto los signos de los tiempos de los que cada obra es hija.
Aceptado lo anterior –algo que nos libera de corsés analíticos fruto de la nostalgia por unas determinadas estéticas o por la elocuencia de otras miradas autorales–, al centrarnos en los motivos de la relevancia de The Revenant aludimos a diversos aspectos, principalmente tres: 1/ la película se adentra de forma rigurosa en un escenario poco transitado por el cine contemporáneo, el pretérito al western propiamente dicho, el de los primeros colonizadores y tramperos que porfiaban, en condiciones económicas miserables, por proveerse su sustento cazando pieles, debiendo para ello enfrentarse a hostilidades climáticas, orográficas y ambientales; resulta, en ese sentido, harto sugestiva la herencia de diversos conceptos de la literatura de, por ejemplo, Joseph Conrad y Jack London. 2/ los alardes formales Iñárritu no menoscaban –como en otras ocasiones– la armonía del storyteller; puede que ello tenga mucho que ver con la intervención de Lubezki o puede que no, pero los resultados visuales le avalan: The Revenant es una película de métrica modélica sostenida en imágenes magnéticas y fascinantes, y esa potencia expresiva es la que sustenta un relato que, deliberadamente, reduce la miga argumental a esquemas mínimos (aunque, como apuntaremos después, no estériles). 3/ Los dos actores puntales, Leonardo DiCaprio y Tom Hardy, efectúan una soberbia lección interpretativa, el primero especialmente aferrado al lenguaje gestual de su cuerpo y su rostro, y el segundo añadiendo una dicción, una interpretación verbal, de las más inolvidables de los últimos años.
Con la coda de ese río que todo lo lleva, la vida, la muerte, la esperanza o el dolor, El renacido nos aturde por la sensación de fisicidad, de peligro, de urgencia y destemplanza vital que contagia la historia, a su vez sostenida en la paradoja buscada en su naturaleza fílmica, entre lo sublime y lo horripilante de la definición de lo salvaje, y entre lo exuberante de los territorios naturales y el núcleo, que lo es necesariamente en bruto, de sus razones argumentales. En tales términos, la belleza fantasmagórica, casi preternatural, de los paisajes en los que discurre la película, y que en tantísimos planos aplastan o reducen a los personajes a la mínima expresión, son una herramienta idónea para la metáfora que contiene esta historia de tan breve trama. Una historia en realidad romántica, que tiene en el amor perdido –esas fugas oníricas, flashbacks, visiones malickianas claramente deudoras de La delgada línea roja– la única redención, ya no posible. El personaje de Glass es, en la gran metáfora sobre la edificación de la nación americana, el puente entre los colonos y los nativos, que paga con interminable dolor esa condición. Fitzgerald (Hardy), contrariamente a lo que he leído en algún lugar, no me parece un villano de una pieza, sino un personaje corroído por el odio a los indios (que le arrancaron la cabellera), un westerner avant-la-lettre que tiene decidido que el individualismo es la única salida a su mísera existencia, y que, por estar ya más devorado por el odio que Glass, le contagiará inevitablemente ese odio como se contagian todas las cosas en los ciclos de corrupción inevitables, aniquilando a su hijo, su esperanza, su futuro. La naturaleza, monstruosa, no es en realidad tan despiadada como los hombres y las relaciones depredadoras que han establecido entre sí por una supervivencia que depende de las reglas, como siempre asimétricas, del comercio. El revenant del título –no tanto un renacido como un ángel vengador– es la mayor aspiración de los corazones en este edén convertido en un infierno.
[Enrique Almaraz. Colaborador de Cinemanet]
Para cuando “El renacido” llegue a las pantallas españolas, los reconocimientos y fama previa serán una estupenda carta de presentación. Razones no faltan a la hora de decidirse por verla: un equipo de reconocida trayectoria, la emoción de un género poco presente entre los estrenos recientes, el peligro, las montañas y la fascinación por el sufrimiento y resurgimiento del personaje que da título a la película. El resultado es muy bueno prácticamente en su totalidad, pero conviene dar un paso atrás respecto al entusiasmo que no tardará en aparecer y detectar los puntos menos fuertes.
El camaleónico Leonardo DiCaprio, heredero de la estirpe actoral más extrema, se vacía en un auténtico derroche interpretativo. El papel se encuentra entre los anhelados por cualquier actor de ese corte, pero quizá sea también el enemigo en casa de cara al tantas veces esquivo calvo dorado que muchos pensamos ya le toca, pues es bien sabida la cambiante y caprichosa postura de la Academia ante personajes-escaparate indisimulados. La película está construida casi con exclusividad alrededor de su figura, lo que permite un lucimiento protagonista en detrimento de otros elementos de la historia. El director Alejandro González Iñárritu no se anda con remilgos, pero tampoco se priva de recursos poéticos al estilo clásico en los pocos momentos de tregua que ofrecen la dureza y la sangre no aptas para sensibles. Toda la puesta en escena se recrea sin complejos en la faceta más desagradable de la guerra, los combates y la naturaleza, de un modo que los grandes maestros precedentes nos evitaban. Así, la inmensidad, pero sobre todo los obstáculos del panorama levantan una pantalla ante los ojos del espectador que no niega la belleza paisajística, pero obliga a una visión más cauta y temerosa. El planteamiento del film pone de manifiesto la venganza como meta principal y, si bien no la oculta, sí la presenta palpitante bajo un manto visceral que pasa a ser el vehículo y casi razón de la odisea del protagonista, haciéndole sacar fuerzas de donde no parece haberlas. De hecho, experimenta una recuperación que ya quisieran muchos futbolistas. El final produce cierto aire de ambigüedad, por su flojera en la aplicación por parte de Hugh Glass (DiCaprio) de su sentido de la justicia propio —y también muy extendido en el pensamiento colectivo— al objetivo causante de su tormento. El director tiene trabajos mejores y más transgresores.
El conjunto es impactante, una innegable experiencia de choque y sacudida para el espectador, todo envuelto en una fotografía excelente, lo cual no implica originalidad, pues vuelve a ser la misma historia. No cabe duda de que, como mínimo a corto plazo, disfrutará de la aureola de peliculón, pero un juicio más objetivo y menos emocional pronto lo colocará en su meritorio pero no muy alto puesto, aun ponderando el enorme esfuerzo de un protagonista determinante y entregado, una narrativa valiente y la inmensidad de las imágenes.
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