Lo último de Shane Black es una vuelta al género noir desde la distancia y la sonrisa iróncia, una buddy movie a la vez nostálgica y moderna con unos divertidos Russell Crowe y Ryan Gosling.
Título Original: The Nice Guys |
SINOPSIS
Ambientada en Los Ángeles durante los años 70, gira en torno al detective Holland March (Ryan Gosling) y el matón a sueldo Jackson Healy (Russell Crowe), que se ven forzados a colaborar para resolver el caso de una joven desaparecida, la muerte de una estrella porno y una conspiración criminal que llega hasta las altas esferas.
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CRÍTICAS
[Sergi Grau. Colaborador de CinemaNet]
Shane Black no tiene una filmografía, como director o guionista, especialmente prolífica, y pesa mucho el hiato de la friolera de quince años de inactividad, de 1998 a 2013, descontando la escritura y realización de Kiss Kiss Bang Bang en 2006. Pero, a pesar de ello, fue -y sigue siendo, según intentaré explicar- un guionista de personalidad, que trazó o subrayó diversos aspectos reconocibles del cine de acción de los ochenta-noventa. Lo hizo desengrasando la fórmula hipertrófica de aquel género merced a un determinado tono –explotado desde su evidente afición a las buddy movies policiacas–, que partía del desenfado para reflexionar, un poco sotto voce al principio, sobre la propia tramoya de la fórmula.
Para ello se sirvió de actores iconográficos como Mel Gibson, Bruce Willis o Arnold Schwarzenegger. Películas como Arma letal (Richard Donner, 1987) o El último boy-scout (Tony Scott, 1991), así lo aseveran, aunque sean Una pandilla alucinante (Fred Dekker, 1988) y El último gran héroe (John McTiernan, 1993) las obras que reflejan mejor esa tendencia a y capacidad para ironizar a costa del propio territorio. Es una vis autorreflexiva patente en las películas que llevan su firma, derivativas de aquellas nociones aunque trasladadas a otra época y fruto de un reposo creativo, pues, como se ha apuntado, firmó Kiss Kiss Bang Bang a mediados de la primera década de este siglo y ha tardado diez años más en reeditar la fórmula con esta hermana pequeña, Dos buenos tipos (2016).
Vemos, pues, que Shane Black es un cineasta que, por elección, vocación o necesidad, ha quedado siempre afincado a un determinado cine de una determinada época, territorio que revisita sin tanta nostalgia como ironía y vena autoparódica. Sin embargo, –y esto emparenta Kiss Kiss Bang Bang con Dos buenos tipos– lo hace sin perder de vista los elementos tipológicos esenciales que hacen funcionar la fórmula de una crime fiction para el gran público: conjugar la frescura con el respeto a los lugares comunes de la literatura policiaca de toda la vida -en este filme hay un cierto eco a la narrativa de Raymond Chandler, por ejemplo-, cierta aparatosidad y sentido del espectáculo, y una construcción argumental metódica en la gestión de la estructura y los golpes de efecto.
Pero, desde un punto de vista analítico, esa capacidad intachable para el entertainment interesa acaso menos que ese equipaje recurrente en sus obras y el comprobar cómo se va graduando conforme pasan los años. Black pudo meterse en el ajo del cine superheroico del siglo XXI, pues a él se le atribuye también la a pesar de todo divertida tercera entrega de la saga Iron Man (2013), ya con el engranaje MCU empezando a funcionar; pero prefirió dejar el presente de lado y regresar sobre sus pasos: Dos buenos tipos es de nuevo una buddy movie, de nuevo tomando la ciudad de Los Angeles como escenario, de nuevo engrasando la fórmula de una trama detectivesca de progresión más o menos hilarante, elementos todos ellos que confirman que el director se siente más cómodo, como reza el tópico, “filmando una y otra vez la misma película”.
Como en Kiss Kiss Bang Bang, el star-system moviliza el juego anacrónico: los action-heroes de antaño se trocan por actores de recorrido y cierto carisma que apuntalan todo ese aire de artefacto juguetón y consciente de su impostura; allí, Robert Downey Jr. y Val Kilmer -los dos que ya estaban de vuelta de todo, aunque el primero iba a reverdecer los laureles del éxito poco después al ponerse bajo la piel de Tony Stark-; aquí un Russell Crowe que no tiene reparos en mostrarse avejentado -y que luce la mar de bien como private eye de tres al cuarto- y un Ryan Gosling que se entrega gozoso a la causa del tic cómico -más, nota bene, Kim Basinger, tercera en discordia a pesar de sus pocas apariciones, que da por apuntalar el eco nostálgico subterráneo del conjunto-.
La peculiaridad aquí reside en que la película nos ubica en 1978, por tanto en una época pretérita al panorama del cine eighties en el que Black emergió y en el que se significó. Pero el cineasta, más allá de ciertos aderezos retro, explota a gusto ese citado juego anacrónico al ubicar la trama a finales de los setenta –incorporando elementos definitorios de esa época, como el submundo del porno en el underground angelino o el telón de fondo de la progresiva degradación del emporio industrial-automovilístico de la ciudad de Detroit– y por otro lado sembrar el relato de no pocos lugares comunes del cine de la década siguiente –la mayoría que giran en torno a la relación de “familia” que terminan conformando la pareja protagonista con la hija de Gosling, primordialmente–.
La gracia de ese sampleado termina residiendo en el comentario metanarrativo y metagenérico: la película se constituye, de principio a fin, en un careo entre las señas reconocibles del policiaco de esas dos décadas, y el furibundo contraste entre esas señas divergentes -de los tiempos del excelente thriller de los años setenta y el cine conspiranoico a la deriva de las action-movies unívocas, aparatosas y gráficas en su maniqueísmo- sostiene parte importante de la gracia de la película. Que la tiene.
Por supuesto que todo ello pueden considerarse sutilezas que para nada están reñidas con ese devenir narrativo que interpreta lo hardboiled desde la ironía y el aderezo jocoso. Pero creo que la miga del relato reside en esas sutilezas, por la misma razón que se me hace evidente que Black se erige en un nostálgico haciendo buenas las herramientas del desenfado para disfrazar un discurso lúcido y crepuscular.
El guionista y director, de hecho, no pierde ocasión para la auto-cita: en ese cuerpo de bandera desnudo que pierde la vida salvajemente en el arranque, como en Arma letal; o en la invasión literal –y subsiguiente destrozo de mobiliario– de la morada del protagonista por parte del villano, de nuevo como en el título de Donner, ya cercano el clímax; en esa orgía-fiesta de disfraces que hallamos en la mitad de metraje, de correspondencia con algún pasaje igual de pintoresco de Kiss Kiss Bang Bang; en esa cacofonía de Gosling al descubrir la presencia de un cadáver a su espalda, reproduciendo una recordada secuencia de Abbott y Costello contra los fantasmas (Charles Barton, 1948), parodia de las monster movies de la Universal a las que Black se acercó también con desparpajo en Una pandilla alucinante…
Dos buenos tipos es una película, en definitiva, ufana de ir a la contra de unos determinados esquemas narrativos, los presentes, sin pretender por ello enarbolar la bandera de ninguna posmodernidad ni reproducir exactamente señas exitosas del pasado. Se queda in media res, y lo hace con toda la intención. Y bastante efectividad.
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