[Pablo Castrillo, Colaborador de CinemaNet]
Allá por los años ochenta, la empresa de efectos visuales de Lucasfilms, Industrial Light & Magic (ILM), construyó un artilugio llamado Pixar: el primer hardware de CGI (computer generated imagery o imágenes generadas por ordenador).
Dicen que cuando el rodaje de Star Wars tocó a su fin, en plena efervescencia de tan novedosos efectos especiales, Mark Hamill (Luke Skywalker) declaró algo así como lo siguiente: «si fuera posible hacer una película sin actores, George [Lucas] lo haría».
Y en realidad, aunque Hamill no lo sabía, Lucas ya lo había hecho (o al menos, había puesto las bases para que fuera posible). Si bien no ha sido la persona más visible en todo el proceso de creación de los grandes estudios de animación digital y 3D, el creador de la saga galáctica se convirtió en una pieza esencial de tan curiosa evolución técnica. Allá por los años ochenta, la empresa de efectos visuales de Lucasfilms, Industrial Light & Magic (ILM), construyó un artilugio llamado Pixar: el primer hardware de CGI (computer generated imagery o imágenes generadas por ordenador). Y en torno a esa misteriosa máquina se juntaron mentes tan brillantes como la de Steve Jobs, cuyo imperio fundado en Apple Computers ya era una fuerza financiera digna de ser tenida en cuenta, y John Lasseter (el hombre de las exóticas camisas) que por aquel entonces salía despedido de los estudios Disney con un ansia creativa imparable. A propósito, se me debe disculpar por prestar tan escasa atención a los estudios de Mickey Mouse en este artículo, pero el verdadero protagonismo del 3D recae en otras casas…
Hoy en día, Pixar Animation Studios llena con cada estreno las ilusiones de los niños, las esperanzas de los adultos… y las salas de cine. Los avances han sido sensacionales. En la técnica, todavía nos preguntamos cómo es posible dar vida y expresión lo mismo a un juguete que a un coche… o a un simple flexo. Y en las historias, el derroche de imaginación ha seguido un crescendo imparable, sin perder nunca la calidad -en sentido estricto- como marca de la casa.
Desde el punto de vista de la esencia del cine, la CGI ha traído algunas consideraciones verdaderamente interesantes en todos los niveles: como medio, como industria y como arte. Si antes el narrador se veía condicionado por lo que la realidad presentaba ante el encuadre, con la llegada de la animación digital en 3D, nos encontramos por primera vez ante un folio en blanco. Literalmente. Todo se puede recrear: todas las ideas, por inverosímiles, absurdas o disparatadas que puedan parecer. ¿Quién nos iba a decir que podríamos llegar a conmovernos con las desventuras de una lámpara de mesa, o a acompañar a un coche de carreras de brillante carrocería en sus desventuras? Y es que, en este nuevo escenario, no hay límites para la creatividad: los monstruos de los armarios infantiles son todo un mundo paralelo cuya supervivencia depende de la energía que proporcionan los alaridos de terror; los hormigueros son sociedades perfectamente constituidas que tienen que lidiar con amenazas no menos terribles que las que encontramos en nuestro mundo (real); los juguetes viven una existencia feliz que debe ser protegida por todos los medios… y un largo etcétera de mundos posibles que jamás habíamos soñado con ser capaces de llevar a la pantalla.
Lógicamente, la aparición de otros competidores en este ámbito se hizo inevitable. El estudio independiente fundado por Steven Spielberg en 1994, Dreamworks SKG, se lanzó al ruedo poco después con la discutible Antz (no sin una seria polémica derivada de la asombrosa coincidencia con A Bug’s Life, de Pixar). Por otro lado, en 1987 un grupo de técnicos de Disney que había trabajado para la entonces innovadora Tron -cuyo remake está a punto de llegar- fundaron Blue Sky Studios. Aunque en sus inicios desarrollaron una actividad más bien periférica en la publicidad y los efectos visuales -muchos recuerdan su colaboración en Fight Club con un pingüino (!)-, pronto también se subieron al tren de la producción de animación para cine, en este caso con la hilarante Ice Age (2002).
El resultado de estas gestaciones ha impuesto un nuevo panorama empresarial y ha abierto un (hasta ahora) inexplorado mercado que concentra un potencial difícil de imaginar. Al inicio del siglo XXI, una nueva ola tecnológica ha revolucionado el cinematógrafo: primero fue el sonido sincronizado, después el color, y ahora las técnicas digitales. Y eso, dejando de lado todas las implicaciones relacionadas con los efectos especiales aplicados a las películas tradicionales, los nuevos soportes y medios de reproducción portátil, o los contenidos generados por los usuarios. Porque todo ello proviene de la misma fuente: los unos y ceros que ya llenan nuestra vida. En el fondo y en la forma, se trata de un mundo nuevo dentro del Séptimo Arte, a pesar de muchos que se niegan a considerar como cine este tipo de producciones. Sin embargo, parece evidente que hay quienes se han ganado por derecho propio un hueco entre nuestros contadores de historias favoritos. Y es que, gracias a un uso inteligente, audaz y responsable de las nuevas posibilidades técnicas, ahora todo es posible.
¿Pero cuáles son las líneas maestras de este nuevo cine sintético? Si echamos un vistazo rápido a los títulos de los tres grandes estudios citados más arriba, ya podemos deducir algunas interesantes conclusiones.
Pixar (incluyendo aquí el largo período de joint venture con Disney) ha lanzado diez estrenos importantes a lo largo de catorce años de oficio, mientras que Dreamworks ya ha puesto en circulación once largometrajes en apenas ocho años. Este simple dato numérico arroja luz sobre el modelo de negocio y principios de trabajo de ambas casas. Para los primeros, cada película es una criatura a la que se mima con esmero: una pequeña obra de arte a la que se le concede el tiempo necesario, a la que se dota de una profundidad narrativa y humana poco común, sin renunciar al humor y la aventura. Para los segundos, el esfuerzo se centra, más bien, en la búsqueda de la carcajada, la subversión de las convenciones y la sana gamberrada, por llamarlo de alguna forma. Son dos modus operandi magníficos: dos estilos, dos puntos de vista. Ambos igualmente exitosos y válidos. ¿Y qué sucede con el tercero en discordia? Blue Sky Studios es, evidentemente, una compañía mucho más modesta en sus pretensiones, aunque ha tenido algunos éxitos arrolladores como Ice Age, a los que de hecho se ha aferrado con decisión (también podemos traer a la memoria otros productos más bien mediocres, como Robots). Su estilo, en líneas generales, se aproxima a la firma Dreamworks, aunque quizá con un tono algo más sesgado hacia el público infantil.
En cualquier caso, no hay que olvidar que absolutamente todos los títulos de éstas fábricas de 3D se convierten, por sistema, en líderes de taquilla durante sus primeras semanas. Lo cual quiere decir, de entrada, que nos encontramos ante un tipo de producto que el público desea con verdadera fruición. ¿Hay una noticia mejor?
En el fondo, lo más destacable de todas estas comparaciones es el buen hacer que viene desarrollando la hermana mayor de la animación digital en 3D: Pixar Animation Studios. Ojo, nótese que esto no siempre supone un éxito comercial proporcionado: las cifras de taquilla dan resultados mejores -por poco- a la compañía de Spielberg. Esto es comprensible, si se tiene en cuenta que títulos como Shrek 2, Madagascar o Kung Fu Panda son altamente susceptibles de ser promocionados por un eficacísimo boca-oreja que tiene su última razón de ser en las altas dosis de hilaridad de estos productos… Pero volvamos con Pixar.
Entre las notas características de la casa de la lamparita se dan cita las historias universales -para todas las razas, para todas las edades- cargadas de espíritu positivo; unos personajes tremendamente humanos (a pesar de que nunca lo son, literalmente) con gran capacidad de emocionar; un alto concepto del humor y la aventura como camino de aprendizaje para el espectador; la acción trepidante como motor del interés; y una originalidad sin precedentes en el planteamiento de nuevos mundos y universos rayanos en el delirio (pero siempre con un profundo sentido).
La cosmovisión pixariana -si se me permite esta aberración lingüística- entronca directamente con un muy deseable cine de valores constructivos, que no tienen otro fundamento que las virtudes del hombre. Los personajes de esta casa son siempre sujetos que gozan de un natural fondo de bondad y lealtad. No es extraño encontrar comportamientos despreciables que se ven compensados con un hondo arrepentimiento por parte del protagonista (Woody), relaciones amistosas dañadas por el orgullo, que pronto recuperan su estado natural a través del perdón (Sully y Mike Wazowsky), sacrificios hechos exclusivamente por el amor más desinteresado (Wall·E), problemas aparentemente insuperables que se vencen a través de la unidad con los seres queridos (Mr. Increíble), o lecciones de humildad profundamente aleccionadoras (Rayo McQueen). Pixar es, en definitiva, la combinación más excelente entre un agudo sentido comercial con altas dosis de entretenimiento, y un admirable desarrollo de historias positivas y sanamente formativas, ajenas a toda suerte de burda moralina.
En conclusión, parece que es importante caer en la cuenta de que nos encontramos ante una tesitura muy especial. Una oportunidad única. Un mundo nuevo de posibilidades técnicas. Y, en la medida en que el cine une la técnica con el arte de forma excepcionalmente única, estas posibilidades pueden convertirse en un verdadero punto de giro para la historia del Séptimo Arte. Mucho se ha hablado de la búsqueda de ideales y horizontes en el oscuro panorama de las producciones contemporáneas. A este respecto, parece indiscutible que creadores de historias como John Lasseter, Brad Bird, Andrew Stanton o Pete Docter -los grandes cerebros creativos de Pixar Animation Studios- son una alternativa muy digna a la vorágine gris y desesperanzada que reina (con muchas honrosas excepciones) en el mainstream hollywoodiense. Así que no tengamos reparos: hace tiempo que los dibus han dejado de ser un producto exclusivo para niños. Ahora también tienen mucho que decir a los adultos; ahora las risas están garantizadas (y a veces las lágrimas también); y mejor aún: ahora todo es posible en el cine.
Nos emocionamos ante la «gestualidad subjetiva» del flexo insignia de Pixar y sin embargo – en referencia a la última película de Robert Zemeckis, Cuento de Navidad – la crítica ataca la ausencia de la misma en las películas de animación. Resulta que el bueno (que al final lo es) de Scrooge no convence, a pesar del milimétrico trabajo digital, y resulta un muñeco sin alma. Muñecos animados, Pinochos de madera, que transmiten ideas más o menos positivas mientras se afanan por parecer lo más humanas posibles. Las películas de «dibus» buscan el target joven-adulto, pero mi pregunta es: ¿Además del fin puramente comercial, que pretenden sus creadores? Si son películas para niños (ojo) se levanta la barrera y se amplían licencias. Sin embargo, si el cine de animación busca nadar en aguas más profundas… ¿dispone de la “esencia” necesaria?
Interesante y acertado artículo, Pablo. Desconocía el dato de que «Pixar (incluyendo aquí el largo período de joint venture con Disney) ha lanzado diez estrenos importantes a lo largo de catorce años de oficio, mientras que Dreamworks ya ha puesto en circulación once largometrajes en apenas ocho años». Muy signiticativo.
Es cierto que ahora todo es posible con el cine en 3D, aunque no deja de ser llamativo que los humanos nunca parecen reales. Ya nos han representado con un realismo estremecedor los fondo del océano o paisajes de lo más exóticos, pero el rostro humano no resulta aún convincente aún en ninguna de las producciones de Pixar. Uhm, ¿por qué?