[Julio Rodriguez Chico – Colaborador de CinemaNet]
El reciente estreno de “Si la cosa funciona” nos sirve de excusa para hacer una aproximación al pensamiento de Woody Allen, y tratar de entender su pesimismo vital así como su éxito en la Europa del nuevo milenio.
Como es sabido, con esta nueva comedia volvía a su querida Nueva York y también a algunas de sus obsesiones: el sentido de la vida y la utilidad de la religión, el dolor y la muerte, el amor y el sexo, o los psiquiatras y la neurosis colectiva de una sociedad en crisis son los lugares de siempre en el cine de este judío agnóstico. También volvía a servirse de un alter ego –Larry David, un cómico como él– para transmitirnos su idea de la vida y del mundo, ya desde los primeros planos en que se dirige al espectador y le advierte que él no es un acompañante cómodo… Ciertamente no le falta razón a este físico que todo lo ve y que dice tener “una visión amplísima del mundo”, porque quien se ha sentado en la butaca se sentirá como ese gusano, tarugo o microbio al que desprecia con brusquedad, con los mismos términos con que insulta a los niños aprendices de ajedrez o a quien se ponga por delante.
Pero por debajo de la historia del misógino y cínico Boris y de todos los microbios solitarios y desorientados que visitan su cochambroso piso, hay en el cine de Woody Allen todo un deseo continuado por encontrar una felicidad esquiva y el sentido último de lo que pasa en el mundo, que persigue ya desde sus primeros films y que, a tenor de los personajes arquetipos de “Si la cosa funciona”, apenas ha alcanzado a día de hoy. Para entender mínimamente al cineasta de Nueva York es necesario, pues, partir de esta búsqueda sincera –así queremos suponerlo– y también echar un vistazo a la particular cosmovisión que ha traído la posmodernidad y que se ha adueñado de la calle: un universo existencial que cifra la felicidad en la ausencia de dolor y en el goce de sensaciones efímeras e instantáneas, en el relativismo que suprime cualquier norma objetiva que condicione o marque el comportamiento, o en el sentido de lucha por la supervivencia en un mundo global de la comunicación pero lleno de individualismo y soledad. Precisamente porque Woody Allen ha detectado esta actitud de mínimos y de conformismo en la sociedad, porque siente esa misma sensación de insatisfacción y de huída en un mundo material que apenas llena el corazón… por eso, y por su indudable capacidad para hipnotizar con la palabra ingeniosa y para urdir tramas con pasmosa agilidad narrativa, logra una sintonía envidiable con el espectador que una y otra vez va “a ver la nueva película de Woody Allen”, aunque siga diciéndole prácticamente lo mismo que en la anterior.
Como decíamos, casi desde los primeros títulos de su filmografía, Woody Allen busca construir una personalidad en un mundo sin certezas, y para ello quiere liberarse de cualquier modelo cultural, científico o religioso que la tradición le ofrezca. Entiende que el hombre debe dejar que brote lo que hay dentro de él, el misterio de la misma vida y la fuerza de unos deseos y afectos que no pueden ser regulados ni controlados por reglas fijas y externas. Sin embargo, se da cuenta de que en esa odisea por las calles de Manhattan necesita algunos agarraderos, algunos apoyos para tan difícil viaje que le ayuden a no sucumbir al naufragio existencial y al suicidio, y por eso mira a la derecha y encuentra razonamientos intelectuales, racionales y científicos… pero no encuentra más que desasosiego, desencanto y fracaso: es la voz amargada, cínica y despreciativa de Boris enfadado con un mundo ingrato que incluso le impidió “abandonarlo” al fallar cuando se tiró por la ventana. Es un genio, un sabio de la física pero que no ha encontrado la clave de la felicidad… y que pasa sus horas en soledad y huyendo de una triste realidad, con el miedo en el cuerpo ante el dolor y la muerte.
Por eso, aunque Woody Allen ponga en la boca de Boris muchos de sus planteamientos escépticos y cínicos –también sus comentarios llenos de ingenio y sarcasmo–, él mismo se da cuenta de que su vida no es completa… y por eso mira a la izquierda y mete en escena a Melody, arquetipo del corazón dulce y generoso que afronta la vida desde una ingenuidad y bondad casi celestial. Ella es una chica que dejó la casa paterna buscando aires de libertad junto a un novio que pronto la abandonaría, y que ahora vaga triste y desencantada por las calles de Nueva York… hasta recalar en el antro de un genio al que admira desde su manifiesta estulticia. Boris y Melody son polos opuestos que se atraen –sin amarse al modo convencional– hasta casarse y convivir en una distancia en la que parecen anhelar lo que no tienen –lo que sí tiene el otro– “mientras la cosa funciona”. El problema es que Woody Allen sabe que las cosas del corazón son complejas y locas, que el laberinto emocional no admite una explicación racional y reglada, y que todo es cuestión de… ¡suerte!.
En su ateísmo o agnosticismo, no contempla la Gracia o ayuda divina… y todo queda reducido al azar y a la conjunción de los astros que nos permitan paladear instantes de felicidad, mientras escapamos al caos que nos gobierna. Pero Woody Allen exige a ese pretendido amor que no reste nada a la personalidad que uno está construyéndose –tema central de su discurso, no lo olvidemos–, por lo que siempre encontramos el miedo a que el otro se imponga y me subordine… lo que condiciona cualquier posible relación. Como consecuencia, el vínculo personal que se pueda forjar con esos presupuestos será, ineludiblemente, frágil y quizá pasajero… pues la suerte puede venir e irse en el momento menos pensado… cuando la tonta –con perdón– de Melody descubra que su marido es un genio pero también un misántropo pesimista con el que no es tan fácil vivir, sobre todo cuando conoce a un joven de su edad y sin tanta queja, aflicción y complejo.
No resultando del todo satisfactorios ni la cabeza ni el corazón para la travesía de la vida, Woody Allen mira al frente y da paso a Marietta, la madre de Melody, que se presenta de improviso en el hogar de los “buscadores de la felicidad”. Nos es presentada como la típica ama de casa encorsetada y anodina, y también como la tópica puritana sureña reprimida… para permitir al director hacer burla de la religión, con nuevos insultos a unos creyentes a los que califica, por ejemplo, de psicópatas que viven en un estadio mental infantil.
Más agresivo que en cintas anteriores, quien buscó a Dios –a su modo, como ha estudiado José María Caparrós en “Woody Allen, barcelonés accidental. Solo detrás de la cámara“– en “Delitos y faltas” o en “Hannah y sus hermanas” ahora ha derivado y afirmado el “silencio de Dios”, expresión con la que se mofa de las plegarias de Marietta, una mujer sin libertad y víctima de los prejuicios rurales, cohibida por una normativa moral que encuentra en la Providencia el paraguas para la infelicidad… hasta que alguien le abre los ojos y le da el espaldarazo hacia la realización personal a través de la pintura: desinhibida en el goce artístico y con el que le proporciona el sexo o las drogas, abandona el corsé religioso y moral para liberarse a través del arte (de la cultura), la nueva religión del siglo XXI capaz de sublimar el espíritu (una vez que se ha “matado” a Dios) e intentar llenar el vacío vital.
Y es que el judío liberal que es Woody Allen sigue anclado en una visión superficial del cristianismo, reducido a una tradición seca y estereotipada, apoyada en la palabra hueca y no en la experiencia interior de cada persona. Como bien han dicho Juan Orellana y Juan Pablo Serra en su libro “Pasión de los fuertes”, aún sigue esperando la Encarnación de Dios, la humanización de quien puede dar respuesta a esas ansias de felicidad que se esconden en el corazón del hombre, y su crítica va dirigida hacia una entelequia que nada tiene que ver con la realidad.
Woody Allen se refugia, por eso, en el uso prolífico de la palabra –no paran nunca sus personajes de hablar, y poco es lo que “hacen” en sus historias–, y concede a los diálogos una función terapéutica, como si nos introdujera con ellos en una sesión de psicoterapia: busca así sacar a la superficie esas culpas reprimidas en el subconsciente por una moral objetiva –es la vertiente psicoanalítica de este amigo de los psiquiatras–, y meter bajo la alfombra cualquier sentido de culpa que quite felicidad (como vimos en un tono de mayor gravedad en “Match Point” o en “Cassandra’s Dream”).
Esta es la educación moral en la subjetividad que propugna Woody Allen, que entiende el compromiso como una limitación a la libertad y como una constricción a la propia personalidad –de nuevo, su auténtica obsesión–, paradigma por otra parte de un pensamiento posmoderno que busca desesperadamente una felicidad frágil y efímera que teme perder, que además hay que aprovechar mientras dure y se pueda, y que empuja a dar y recibir todo el amor que se pueda… Y eso porque el sufrimiento y la muerte acechan amenazantes, porque el carpe diem debe abarcar cualquier género de afecto –el amor es el lugar para la realización, para la construcción de la personalidad–, sin excluir ninguno ni poner más límites a la libertad que la impuesta por la propia subjetividad. Por todo ello, finalmente Woody Allen echa la vista atrás y saca del armario a John, el padre de Melody y le empuja a asumir su homosexualidad sin tapujos, y a Marietta le complace con un ménage à trois… para que cada cual haga lo que quiera y pueda alcanzar en este mundo que se desmorona una pizca de felicidad, aunque ésta siempre lleve el sello de la caducidad.
El racionalista y cascarrabias Boris, la dulce y tonta Melody, la madre reconvertida en hippie Marietta, o el frívolo y pobre John son expresiones de ese “todo vale” en un mundo de mínimos en el que todo se trivializa, en una sociedad que identifica tolerancia con ausencia de convicciones. Es el reino de lo pasajero y de las apariencias, del pensamiento débil y del triunfo de las sensaciones, de la lucha por la supervivencia en una sociedad del bienestar y por llevarse a la boca un poco de felicidad mientras el mundo se viene abajo. Es la posmodernidad de un Woody Allen que tan bien conecta con la calle, pero que nos deja tan llenos de vacío. Porque, aparentemente “Si la cosa funciona” podría pasar por un divertimento inofensivo y superficial, pero es indudable que encierra un planteamiento vital muy determinado, que destila mordacidad y una fuerte carga corrosiva en cada uno de sus comentarios. Es una mirada pseudointelectual, muy pegada al terreno y a los restos de un naufragio emocional en el que Woody Allen trata de salvar lo que puede sin perder su chispa ni tampoco su pesimista y poco agraciada visión de la condición humana.
Excelente analisis sobre la pelicula y el valor agregado, sobre Woddy Allen y el postmodernismo.Lo he compartido con amigos amantes del buen cine y gustosos de buenas críticas como esta.Julio, esperamos mas comentarios de tu parte. Gracias por esto, fue un placer leerlo.