[Sergi Grau – Colaborador de CinemaNet]
Probablemente más que nunca –pues la transversalidad de la noción de héroe es evidente-, la lista es muy abierta, y estas líneas sobre todo pretenden invitar al lector a pensar en “sus” héroes, las de aquellas películas de todos los tiempos que quizá le hayan marcado, para incidir en qué contextos creativos-ideológicos se fraguaron y también, por qué no, para analizar cómo evolucionan esas definiciones a lo largo del tiempo.
Definición procedente de la mitología y el folclore, el héroe (del griego antiguo hērōs) viene a encarnar, en cada cultura, la quintaesencia de sus rasgos considerados claves. Sus hazañas a menudo sólo son posibles merced de habilidades extraordinarias –a veces sobrehumanas–, y en el altruismo de sus actos, noción central que define los mismos, se halla el elemento de idealización llamado a repercutir en los imaginarios culturales que recepcionan esas proezas formidables. Pero esa definición clásica, por supuesto, ha sufrido constantes mutaciones, variaciones, matices a lo largo de los tiempos.
Aquí, y con el limitado espacio de este artículo, nos centraremos en ejemplificar diversos de esos conceptos y gradaciones en la escala universal que han interesado al Cine, tratando en todo caso de rehuir las definiciones más consabidas y llamando la atención sobre ejemplos más peculiares. Esa citada escala, para entendernos, podría cubrir desde la univocidad de los héroes del western de toda la vida o los action-heroes modernos hasta pongamos por caso al atípico protagonista de Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), a su vez testigo pero también atípico protagonista de los avatares de la nación norteamericana en los años considerados de su pérdida de la inocencia en el siglo XX, película y definición heroica (o de antihéroe, porque la definición encaja a menudo por oposición) que funciona como sugestivo ejercicio metanarrativo en el trabajado guión Eric Roth, guionista que década y media más tarde nos hablaría de otro héroe llamado a vivir a contracorriente la gran aventura de la vida en la sensacional El curioso caso de Benjamin Button (David Fincher, 2008).
Hay géneros cuya idiosincrasia pivota necesariamente sobre definiciones heroicas. Es el supuesto de las historias de aventuras en su definición más amplia, en la tradición del cine de Hollywood de toda la vida -desde Douglas Fairbanks jr hasta Harrison Ford, por mencionar dos grandes iconos-, y que en los últimos años ha hallado una especialización específica en las fórmulas de la fantasía -la saga de Harry Potter, las dos trilogías de Peter Jackson a partir de las novelas de J. R. R. Tolkien– y, por supuesto, en el cine que llamamos «superheroico», cuya cantera procedente del Noveno Arte sigue siendo un filón para los estudios hollywoodienses. Pero precisamente esa reiteración de formatos lleva a la sofisticación de las formas, algo que podríamos ejemplificarlo en la distancia que existe entre los estereotipos (bien gestionados, por otra parte) del Supermán (Christopher Reeve) de Richard Donner (Superman, 1978) o del Batman (Michael Keaton) de Tim Burton (Batman, 1989) y, por ejemplo, la disolución de las líneas entre el bien y el mal -o el héroe y el villano- en las películas sobre la Patrulla X dirigidas por Bryan Singer (la última de ellas la muy estimulante X-Men: Días del futuro pasado, 2014) o el abordaje lleno de aristas al mismo personaje creado por Bob Kane y Bill Finger en la exitosa trilogía dirigida por Christopher Nolan, uno de cuyos títulos, El caballero oscuro (2008), proponía una apasionante digresión sobre la inevitable complementariedad de la dicotomía sobre el Bien y el Mal.
En otros géneros, como el cine bélico, los esfuerzos realistas de muchos cineastas de todos los tiempos ha puesto en cuarentena la definición de lo heroico: podemos citar obras como También somos seres humanos (William A. Wellman, 1943), No eran imprescindibles (John Ford, 1944), La colina de los diablos de acero (Anthony Mann, 1957), Uno Rojo: División de Choque (Samuel Fuller, 1981) o incluso Salvar el soldado Ryan (Steven Spielberg, 1997) y La delgada línea roja (Terrence Malick, 1997), todas ellas extraordinarias, todas ellas firmadas por incontestables maestros, algunos de ellos veteranos de guerra que quisieron imprimir la vis más cruda, acaso la única vis posible, de sus recuerdos en la participación de enfrentamientos armados. Pariente sólo a veces cercano en sus premisas del bélico son las películas épicas, cuyos magnos espectáculos visuales no están reñidos con definiciones tipológicas a veces apasionantes de los personajes que abanderan los relatos: pensemos por ejemplo en el Peter O’Toole de la monumental Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), el Steve McQueen de El Yang-Tsé en llamas (Robert Wise, 1966), el Paul Scofield de Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann, 1966) –sin duda el héroe más trágico de la completa lista-, o, ya mucho más contemporánea, el personaje Garra de Jaguar (Rudy Youngblood) en la arriesgada y genial película consagrada por Mel Gibson a la cultura maya, Apocalypto (2007).
Y de esos formatos grandilocuentes podemos pasar a otros muchos más modestos, pues el heroísmo también puede capitalizarse en la vida, lucha y aspiraciones de la ordinary people. Muchos e inolvidables personajes interpretados por James Stewart para Frank Capra sin duda merecen esa definición de héroe, cuya proeza suele ser la del tipo corriente y humilde que porfía contra las desigualdades de los poderosos: Caballero sin espada (1939) resumiría a la perfección esa máxima. Y se trata de una macro-fórmula que siempre ha interesado al público, y que ha ido adaptándose a diversos contextos socio-históricos, a menudo incorporando denuncias de corte social, caso de Cuando el río crece (Mark Rydell, 1984) o Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007), por citar dos títulos bien distintos –protagonizados por actores con la vitola heroica: Mel Gibson y Clive Owen respectivamente- de una lista interminable. En esta tradición fílmica, la heroicidad puede ser una actitud ante la vida, una forma de encarar las adversidades, por formidables que sean, una receta de coraje. Y no se me ocurre mejor ejemplificación de ese axioma que la inolvidable secuencia final de Tiempos Modernos (Charles Chaplin, 1936), en la que el vagabundo encarnado por Chaplin le recuerda a su partenaire, Paulette Godard, que sea cual sea el camino a recorrer siempre es mejor encararlo con una sonrisa.