Entre las montañas rocosas del desierto de Jordania vive su aventura el joven Theeb -«lobo» en árabe-, un auténtico western en el que la ley de la frontera se impone y un modo de vida se disipa.
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Título Original: Theeb |
SINOPSIS
Arabia, 1916. Theeb (Jacir Eid) vive con su tribu beduina en un rincón olvidado del Imperio Otomano. Después de haber perdido recientemente a su padre, Hussein debe criar a su hermano Theeb. Sus vidas son interrumpidas por la llegada de un oficial del ejército británico y su guía en una misión misteriosa. Incapaz de negar su ayuda al inglés por temor a deshonrar la reputación de su difunto padre, Hussein se compromete a acompañarles a su destino, un pozo de agua en la antigua ruta de peregrinación a La Meca. Temeroso de perder a su hermano, Theeb persigue a Hussein y se embarca en un peligroso viaje a través del desierto de Arabia que, desde el estallido de la Primera Guerra Mundial, se ha convertido en el coto de caza de mercenarios otomanos, revolucionarios árabes y asaltantes beduinos marginados.
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CRÍTICAS
[Guille Altarriba. Colaborador de CinemaNet]
Los materiales de prensa de “Lobo” la venden -vía el New York Times– como “un western árabe en la tradición de Sergio Leone”. Y en esta ocasión tienen razón: la historia del niño beduino es “una de vaqueros” en toda regla. Más allá de lo evidente -los caballos aquí son camellos y los sombreros de ala ancha, turbantes-, en “Lobo” se dan cita todos los elementos esperables de una cinta del Oeste a la vieja usanza: hay desierto, pistoleros ceñudos, largas miradas sostenidas y hasta un ferrocarril.
No obstante, el carácter de western de la cinta de Naji Abu Nowar va más allá de lo exterior. Como en las películas de John Ford, Howard Hawks y compañía, en las montañas arenosas de Jordania se impone la vieja ley de la frontera: el fuerte vence, el débil muere. No veremos a Clint Eastwood fumando un cigarrillo mal liado y envuelto en un poncho raído, pero los personajes de “Lobo” comparten moral con el hombre sin nombre de la trilogía del dólar: la moral del revólver, los seis huecos del tambor que se muestran ominosos como diez mandamientos apócrifos.
El lobo del título -Theeb, el protagonista- comienza la historia siendo más bien un cachorro indefenso. Pegado a su hermano, es incapaz de valerse por sí mismo. En coherencia con unas premonitorios títulos iniciales que nos introducen al tono de la película en forma de advertencia –«no vayas con los lobos, te dejarán abandonado cuando estés en peligro de muerte»-, Theeb aprende por las malas: la violencia y la venganza serán las dos maestras que le llevarán de la mano en su periplo por las tierras áridas de ese rincón del Imperio Otomano.
No obstante, que los párrafos anteriores no lleven a engaño: por más que el fondo de “Lobo” sea una moral brutal y árida, la forma no es el erial de violencia que uno podría imaginarse. Visualmente, la película se parece mucho a los maestros a los que toma como referente: grandes planos abiertos para mostrar las espectaculares montañas y el desierto jordano, un ritmo pausado con ocasionales estallidos que hacen avanzar la trama y muchas miradas llenas de significado -en este sentido el niño protagonista, Jacir Eid, es un acierto de cásting-.
En otro plano, “Lobo” es un vestigio de cuando el cine servía como ventana a otros mundos sin necesidad de pantallas verdes ni excesivo CGI. La Jordania de las tribus beduinas está retratada con cariño y dedicación, con un diseño de vestuario y localizaciones muy esmerado. La película produce ese algo tan difícil de lograr –sentido de la maravilla lo llaman algunos- gracias a llevarte a parajes inesperados: el mundo de “Lobo” fascina por su exotismo y por la mirada que proyecta sobre él su director.
Naji Abu Nowar, como hicieran Espronceda o el Miyazaki de «Porco Rosso» o «El viento se levanta», mira a la historia de su país con nostalgia, pintando su cuadro con pinceladas espontáneas de amargura por un mundo que se va. La belleza del modo de vida nómada -con toda su brutalidad y dureza- forma parte de una civilización relegada de las páginas centrales de la historia. Como en tantos westerns -volvemos al eterno referente-, la llegada del ferrocarril es el símbolo de un Occidente voraz y conquistador. Un monstruo mecánico que pone fin al modo de vida -duro pero no exento de cierta belleza- de los protagonistas de «Lobo». En definitiva, una epopeya fronteriza que avanza intensa pero con tempo medido hacia su amargo e inevitable final.
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