(Artículo cedido por su autor y publicado originalmente en su blog, Reflexiones de un páter cinéfilo)
Para todo freak, el 21 de octubre de 2015 fue un día grande, pues se conmemoraba la fecha en que Marty McFly viajó a nuestro tiempo desde el pasado en Regreso al futuro II. Fue un día en que muchos caminaban por la calle oteando el cielo en busca del DeLorean, o pensaban en acudir al cine más cercano para asistir al estreno de la improbable Tiburón 19 -a pesar de que la Universal nos haya deleitado con su falso tráiler-.
Desgraciadamente, el porvenir que vio el alter ego de Michael J. Fox en la citada película nunca llegó a realizarse, y todos aquellos adelantos que esta última nos presentó han quedado en una simple parodia de lo que podría haber sido: ¿hay algún lector que no haya imaginado poder volar en su coche o usar uno de esos fabulosos aeropatines?
Debo reconocer que esta entrega es la que menos me gusta de la trilogía creada por Robert Zemeckis y Steven Spielberg, a pesar de que, probablemente, sea la más famosa de todas. Sin embargo, al margen de estas consideraciones, lo que realmente siempre me ha llamado la atención en las cintas de este sub-género de viajes temporales ha sido el empeño del hombre por volver al pasado.
Es cierto que la película que conmemorábamos el 21 de octubre de hace dos años versa sobre un traslado al futuro, pero la humanidad, de manera habitual, ha mirado hacia este con curiosidad científica o morbosa, no con el interés con que parece observar lo pretérito. Y yo me pregunto cuál es el motivo.
A mi juicio, la libertad innata del hombre conlleva un riesgo al que cada persona, en algún momento de su existencia, se enfrenta: el arrepentimiento. Por desgracia -o por suerte, pues no estamos condicionados por ningún instinto natural o hado mitológico que guíe nuestros pasos en la tierra-, el ser humano está condenado a tropezar una y otra vez en el camino de su vida. Está abocado a equivocarse, a contradecirse, a omitir lo que es necesario y a un largo etcétera de errores que hacen que se pregunte el modo de solucionarlos.
En la reivindicable Frequency, por ejemplo, se nos hace partícipes de la historia de un hombre al que le gustaría haber pasado más tiempo con su padre; en la rescatable Los fantasmas atacan al jefe, de la biografía de un millonario que ha despreciado a su familia y que encuentra la oportunidad de redimirse, y en la interesante Looper, de la vida de un agente de policía que busca recuperar a su esposa.
Es decir, el viaje al pasado es visto por la humanidad de hoy como una manera de liberarse del error que la persigue y, por consiguiente, de reordenar una vida que no le gusta: ¿cuántas veces hemos dicho o pensado las cosas que cambiaríamos si pudiésemos retroceder en el tiempo?
Pero, como esto no es posible -y difícilmente llegará a serlo algún día-, los hombres solo podemos fantasear con lo que podríamos haber hecho y nunca llegamos a hacer, o redundar en nuestro dolor causado por algún error cometido. Sin embargo, aunque lo primero no tenga solución inmediata, lo segundo sí. El arrepentimiento de una acción pasada puede conducir al sujeto a una verdadera conversión de vida que lo conduzca al reordenamiento que tanto anhela.
Supongamos que una persona asiste al funeral de su madre y que, durante el sepelio, experimenta el pesar de no haber disfrutado de su presencia tanto cuanto debería haberlo hecho. Por un lado, puede redundar en su dolor y ahogarse en su tristeza, pues, efectivamente, nunca volverá a vivir con ella tales momentos. Por otro lado, puede canalizar ese amor hacia las parientes que aún viven, como su padre, su esposa o sus hijos, de manera que no se tope nuevamente con el estremecimiento de no haber demostrado todo lo que siente por ellos.
Existe, no obstante, un arrepentimiento de orden superior, que es aquel que nace de una ofensa o de una vida desastrosa. Ante él, el hombre siente una profunda tristeza, que incluso puede llevarlo a la desesperación, pues, por ejemplo, la ofensa ha sido tan grave que ha desestabilizado su propia existencia de manera irremediable. En casos así, hay veces en que el perdón humano no está presente, por lo que la vida del afectado se desenvuelve en un fino precipicio que cae hacia el abismo.
Frente a esto, la única solución es la misericordia de Dios, que es capaz de condonar cualquier pecado que sea reconocido de corazón, y devolverle al hombre la dignidad o la ilusión que haya podido perder. Él, ciertamente, no nos trasladará a un tiempo pasado, para que podamos corregir las cosas malas, pero sí nos dará una capacidad de perdón y comprensión que nos liberará del yugo que nunca supimos desuncir. De este modo, seremos capaces de amar como antes no supimos o de entregarnos a otra persona como antes no logramos hacerlo.
Por desgracia, como el creyente escasea cada vez más, el hombre de hoy seguirá soñando con la posibilidad de viajar en el tiempo para reordenar su vida, en vez de arrodillarse delante de un sacerdote y pedir el perdón que Dios está deseando otorgarle. El cristiano, sin embargo, podrá imaginar también que va de un lado a otro entre el presente, el pasado y el futuro, pero sabrá que los problemas que haya tenido en lo pretérito o los errores que haya podido cometer, encuentran su solución en el Padre del cielo, que es el único capaz de devolverle sentido a una vida echada a perder o perdonar los pecados que vamos almacenando y que nos impiden mirar con confianza al futuro que se nos abre por delante.