(Artículo cedido por su autor y publicado originalmente en Aleteia)
The Lovey Bones —literalmente, “los encantadores huesos”—, estrenada en muchos países de Hispanoamérica como Desde mi cielo, fue una arriesgada aventura que el director Peter Jackson llevó a cabo tras terminar la saga de El Señor de los Anillos y antes de dirigir las tres películas de El Hobbit.
Tal vez no sea una obra maestra, pero sí una brillante adaptación de la novela del mismo título de la escritora Alice Sebold, que cosechó buenas críticas y varias nominaciones importantes, sobre todo por la actuación de Stanley Tucci, que va camino de convertirse en uno de esos grandes secundarios que terminan marcando una época en Hollywood.
El argumento es sencillo y el recorrido narrativo muy estrecho: una encantadora niña de 14 años, llena de vida y sueños, es asesinada por un vecino que ya tiene un largo historial de crímenes a sus espaldas. No es una historia policiaca ni tampoco simplemente un melodrama, ni es fácil clasificarla en ningún género que se pueda elegir o imaginar, porque lo que encontramos es una versión de la experiencia de la muerte que contrasta con el duelo de la familia que se enfrenta con la trágica pérdida de un ser querido.
Saoirse Ronan, con dos nominaciones a los Oscar a sus espaldas y que bien podría haber obtenido un reconocimiento semejante por su cándida y convincente interpretación de la joven preadolescente Susie Salmon, resulta completamente creíble en su recorrido por un mundo del más allá en el que la belleza, el miedo y las inquietudes surgen y resurgen constantemente.
Llevar esta temática y este guión a la gran pantalla eran un gran reto para cualquier director, y posiblemente fuera de las manos de Peter Jackson habrían dado lugar a una hipérbole azucarada, ñoña e insoportable. Lejos de esto, las imágenes oníricas que se entremezclan con una cruda y casi insoportable realidad logran transmitir los sentimientos con una eficacia y pureza que pocas películas alcanzan, haciendo que el espectador disfrute de una experiencia de empatía con el dolor, el amor, el sufrimiento y la esperanza que es más que suficiente para convertirla en recomendable.
De hecho, resulta sorprendente que una película tan visual, tan contemplativa, funcione en un ambiente como el contemporáneo, en el que prima la acción acelerada y los relatos que se presentan con demasiada celeridad, arrastrando al público de un lado a otro sin dejarle que se encuentre a sí mismo ni tome conciencia de su postura ante la pantalla. Hay que aplaudir, hay que aplaudir una y otra vez, que no se transite por repetidos estereotipos y recursos fáciles para provocar el sentimentalismo, sino que se nos invite a comprender sin exceso de aditivos la experiencia de la muerte y, a la vez, la desolación en la que caen sus padres.
El resultado es una gran película, grande sobre todo por ser diferente, casi experimental, cercana en cierto grado a El árbol de la vida aunque —eso sí—, sin llegar a ser tan memorable como aquella.
Es recomendable para todas las edades, pero especialmente para las chicas que se encuentren entre los 12 y los 16 años y puedan identificarse con la protagonista, y también para los padres con hijos que puedan reflexionar sobre lo que supone el afecto a sus retoños y el abismo que supone su ausencia. En todo caso, si usted es capaz de ver un relato tranquilo, emocional y sincero, el mensaje y los derroteros que atraviesa esta historia le harán reflexionar sobre el amor, la muerte y la vida, sin duda los aspectos más importantes sobre los que quepa pensar.
Recomendada para todos los públicos. Aun así, conviene tener en cuenta que en algunas escenas se aprecian manchas de sangre y aparecen varios cadáveres.