[Julio Rodríguez Chico. La mirada de Ulises]
Pero no sólo la guerra puede hundir al individuo en terrenos pantanosos que le obliguen a gritar desesperadamente. La dificultad para sentirse humano o ser tratado como tal, para poder amar o ser considerado sin despecho pueden generar en la persona una angustia que un día estallará bruscamente en un chillido escandaloso. Si no, que se lo pregunten a Tommy, el chico de Nunca me abandones (Mark Romanek, 2010). En esta película, los niños del internado inglés de Hailsham no son como los demás: han sido creados (clonados) para donar sus órganos, cuando lleguen a la juventud, a personas enfermas, y después de dos o tres “cumplimientos”… morir. Sin embargo, han oído que son posibles los “aplazamientos” si una pareja se tiene amor auténtico y verificable… algo que sucede en ocasiones porque no dejan de ser personas normalmente constituidas. De hecho, es lo que ha experimentado Tommy primero con Ruth, pero sobre todo después con Kathy… que ha pasado a ser “cuidadora” de los jóvenes donantes cuando es correspondida por el chico. Sin embargo, en el momento en que Tommy descubre que realmente no existían esos aplazamientos para los clonados enamorados, y que la “galería de dibujos” no servía para conocer su alma y certificar la verdad de su amor…. sino para comprobar si tenían sentimientos humanos, entonces su grito de desesperación estalla en medio de la carretera cuando regresa a casa con Kathy, porque no ha sido reconocida su humanidad ni su amor.
Fotograma de Nunca me abandones (Mark Romanek, 2010)
No hay esperanza de felicidad para Tommy porque no hay futuro para su amor ni para su vida, porque no ha sido tratado como los receptores… por mucho que sus dibujos reflejen humanidad y un interior rico en sentimientos, aunque el suyo sea un amor sincero y profundo. Y a pesar de que la muerte o “finalización” iguale a receptores y donantes y que nadie pueda huir de ese destino final, Tommy no puede dejar de gritar porque a él le han cortado arbitrariamente y sin ningún derecho las alas para amar, y porque no puede rebelarse ante esa situación: sin amor ni libertad no hay humanidad, y eso le empuja a protestar airadamente, o al menos a descargar su tensión ante la indefensión que siente. Ya siendo niño habíamos visto cómo gritaba en el jardín del internado, entonces quizá por sentirse minusvalorado por unos dibujos que no eran seleccionados para la “galería” y sentirse humillado en su sensibilidad: eran los comienzos de una vida tratada con poca delicadeza y humanidad, despreciada por quienes se creían dueños de las personas y poder disponer de ellas al margen de la ética, aunque fuera con fines terapéuticos.
Otro estallido de rabia y dolor, de humillación y despojamiento de dignidad es el sufrido por Elisa K. en la película que Judith Colell y Jordi Cadena rodaron en el 2010. Los abusos de cuando era niña por parte de un amigo de su padre han quedado durmiendo en el subconsciente de la joven Elisa durante años, aunque dejado algunas heridas en su afectividad. Pero tal vejación no puede permanecer siempre enterrada en la memoria, y vemos cómo sale a flote en su periodo universitario con una crisis de angustia donde parece que el mundo se le viene encima. Es tremendamente dolorosa la escena en el baño de su apartamento, con la joven retorciéndose de dolor y con el ritmo de respiración perdido, con el mismo abandono que ella misma vivió en un entorno paterno que miró hacia otro lado por el miedo a lo que se pudieran encontrar. Estamos ante un alma mancillada en lo más íntimo, mostrada por los directores con formas pudorosas que saben utilizar artística y éticamente la elipsis y el fuera de campo, así como otros recursos del lenguaje cinematográfico. Es un grito de dolor necesario y previo para después abrir el alma a su amiga y a quien fuera menester, para comenzar una nueva vida sin miedos ni silencios tras los que esconder las miserias.
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Pero no hace falta llegar a la muerte ni a la vejación vergonzante para sentir rabia y gritar. En Villa Amalia (Benoît Jacquot, 2009), Ann Elian es una pianista de prestigio que un día decide romper con toda su vida anterior, después de haber visto cómo su marido le era infiel y la engañaba. Despechada de un mundo falso e hipócrita, metida en su coche en una noche desapacible y tenebrosa, lanza gritos de dolor y vacío que se pierden en la espesura de la oscuridad, sin que nadie escuche su lamento y soledad íntimos. Su reacción de vender el piso y sus pianos, de cerrar las cuentas corrientes y quemar fotos y partituras… recuerda a aquella Julie que encarnó Juliette Binoche en Azul (Krzysztof Kieslowski, 1993) y que un día lo vio todo negro y buscó la libertad en la ruptura de ligazones. Ahora, Ann busca también la luz y la ausencia de compromisos en la tierra de Tánger y en la Villa Amalia… dando rienda suelta a sus afectos y consolándose en una soledad placentera que firmaría el mismo Albert Camus, pero que no impide que sigamos oyendo ese grito de escepticismo y fracaso existencial.
Fotograma de Azul (Krzysztof Kieslowski, 1993)
Hay otro grito sordo y otra tragedia de nuestro tiempo que ha merecido la atención del cineasta contemporáneo, por dejar una huella imborrable en quien lo sufre… y esconder el silencio al que es sometida la primera víctima indefensa: es el caso del aborto. Un ejemplo crudo y realista de ello es el que contemplamos en 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007). Allí no hay ruido escandaloso ni histeria sensiblera, pero sí la violencia inteior de esas dos jóvenes que deciden abortar en la clandestinidad de la Rumanía de Ceauşescu, y que sufren tanto los chantajes y abusos del oportunista sin escrúpulos, como el dolor íntimo y el peso de conciencia que les acompañará en adelante. Hasta tal extremo alcanza el desgarro de este fracaso humano y social… y la necesidad de mirar hacia al futuro obviando lo vivido en esas horas, que la película concluye con la conversación de las dos amigas prometiéndose nunca más hablar de lo sucedido, mientras una de ella mira a cámara y al espectador… como queriendo advertirle del calvario que se encontrará quien camine por ese sendero.
Para terminar, rescatamos el grito de los simios revolucionarios que un día vieron cómo su comportamiento en pro de la justicia era más humano que el de los mismos hombres, enfrascados éstos en negocios que comerciaban con la vida y negándose a aceptar la caducidad de lo que había tenido un principio. En “El origen del planeta de los simios” (Rupert Wyatt, 2011), los protagonistas evolucionados demuestran saber poner los intereses individuales al servicio de otros mayores en servicio de la comunidad, mientras que los otros protagonistas, en su involución de humanidad, se han dejado llevar por unos sentimientos -comprensibles pero sin contrapunto racional y ético- que hablan de una pérdida de sentido como criaturas y de un modo desnortado -desorientado- de estar en el mundo.
Fotograma de 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007)
La guerra y la muerte que rompen lazos humanos, la experimentación irresponsable con afectos y con órganos considerados como objeto mercantil, el abuso sexual y el atropello de los más indefensos, la mentira continuada y la infidelidad en el amor son algunas de las circunstancias que han llevado a directores y actores, a personajes y espectadores, a no callar y a gritar contra todo lo que convierte al hombre en mero instrumento sin una dignidad intrínseca, contra una sociedad dormida en su complacencia que se mira a sí misma y donde todo está permitido… si la técnica, el propio provecho o los beneficios materiales así lo determinan.