[Eduardo Navarro Remis – Colaborador de Cinemanet]
Como se indicaba en la primera parte, el salto a la gran pantalla de un videojuego no suele ir acompañado del elogio de la crítica, aunque la inversión suele quedar cubierta. Se trata, eminentemente, de “cine de palomitas” o carne de cañón para alquiler de videoclub. Otra de las razones fundamentales reside en la principal motivación de sus autores: hacer caja. Si algo vende y tiene aceptación, hay que intentar ampliar el público objetivo y por eso se exploran nuevas oportunidades de mercado y canales de distribución.
Al igual que la literatura, los videojuegos se convierten así en aliados del cine, lo mismo que para ellos mismos lo son, y con magníficos resultados, el cómic, la música o los deportes. Los guionistas siempre andan a la busca de historias para llevar a la gran pantalla y los videojuegos ofrecen una alternativa más. Pero todavía está por llegar una gran película inspirada en un juego que aúne éxito en taquilla, el elogio de la crítica y supere las dificultades que se presentan al llevar al celuloide una historia ideada para jugar.
Aunque esta conversión funciona también en sentido inverso y en este caso sea el cine el que sirva de inspiración para crear un videojuego. Dentro de las acciones de marketing que acompañan a un gran estreno muchas veces se incluye el lanzamiento simultáneo de un videojuego, como es el caso de Transformers (Activision), la mencionada Avatar o la más reciente Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio (ambos de Ubisoft). En ellos, el jugador revive escenas de la película o explora tramas secundarias, pero entrelazadas con la principal, como sucedía en el videojuego Enter the Matrix (Atari) que se desarrollaba en paralelo a la trilogía de los hermanos Wachowsky. Aquí los resultados suelen seguir la misma tónica previsible de mediocridad. En otros casos, los videojuegos se sirven de los lugares y personajes de una película (su “universo”) para desplegarlos con sus motores gráficos (aquí se engloban, por ejemplo, los de Star Wars), recurso compartido para adaptar obras literarias, cómics o manga japonés (Conan, Spiderman, Batman, Superman, Bola de Dragón o Naruto, entre otros).
Pero si hay un punto donde esta unión entre el cine y los gráficos generados por ordenador brilla de verdad es en el cine de animación y los efectos especiales. El primer corto de Pixar (empresa de Steve Jobs) data de 1984 (Las Aventuras de André y Wally B.), aunque quizá el que quedó más grabado en el imaginario colectivo fue Luxo Jr. (1986), protagonizado por dos entrañables flexos, casi humanos. Por esa misma época se estrenaron las dos primeras películas en las que aparecían planos enteramente generados por computadora: Tron (1982), fracaso de Disney entonces, película de culto ahora, y The Last Starfighter (1984). El primer personaje generado por ordenador fue creado por Pixar para la película Las aventuras del joven Sherlock Holmes (1985) y pocos años más tarde, en 1993, Steven Spielberg nos maravillaba al integrar a la perfección imágenes reales con dinosaurios digitales en Jurassic Park. Toy Story (1995) de John Lasseter es considerado el primer largometraje de animación digital. Otro mérito de Pixar. Y desde entonces se han sucedido joyas como Up, Wall-E, Shrek o Ratatouille.
Los efectos especiales han cambiado la fisionomía del cine. Es verdad que en la actualidad a veces se usan en exceso, convirtiendo en fin lo que en realidad debería ser un medio. Pero los efectos especiales consiguen, literalmente, que todo sea posible. Sin ellos, Han Solo no podría lanzar el ataque sobre la Estrella de la Muerte a bordo del Halcón Milenario ni existirían los sables de luz. El propio George Lucas comentaba que tuvo que posponer la primera trilogía de Star Wars porque, sencillamente, no existían los medios técnicos para rodarla según su idea original.
La siguiente evolución viene de la mano de la captura de movimientos, técnica que también se usa en los videojuegos. En ella, el actor se enfunda un traje plagado de puntos para que cámaras especiales capten sus movimientos y rendericen el entorno en tres dimensiones. Más tarde, los grafistas “visten” este armazón, como si un esqueleto fuera revestido de piel, al tiempo que modelan el entorno. Gracias a esta técnica disfrutamos de Gollum en El Señor de los Anillos, personaje interpretado por Andy Serkis, actor que repite interpretando al capitán Haddock en Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio, de Steven Spielberg y Peter Jackson. La novedad de esta película radica en su mezcla de animación “clásica” (que crea personajes íntegramente generados por ordenador como Milú), con esta otra captura de movimientos que nos brinda una expresividad facial sin precedentes. Y aquí, los directores aprenden de los videojuegos, por ejemplo, a cómo meter la cámara en la acción (fíjense en cómo vemos aparecer a Tintín, con la cámara justo delante de un grupo de espejos, recurso imposible en el cine tradicional, o en la persecución en sidecar que termina por los tejados).
Con más entregas de Tintín a la vista, parece que nos adentramos en una nueva era del cine de animación. Una era que no sería posible sin los gráficos generados por ordenador ni las técnicas o hardware que se ensayan en los videojuegos. Quizá sea esta la aportación más noble y valiosa que los videojuegos pueden ofrecer al cine. Sin olvidar, claro, la espectacularidad del propio mercado de los videojuegos, donde cada año nos ofrecen lanzamientos de dimensiones épicas: Elder Scrolls V: Skyrim (Bethesda) cuenta en su versión en español con más 650.000 palabras de localización, en su doblaje han intervenido 50 actores para poner voz a sus más de 100 personajes y su tráiler de presentación es digno de las mejores producciones de Hollywood. Que siga el espectáculo.
Fin. O mejor dicho, Game Over.
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¡Buenísimo! Si me permitís un inciso…
En mi opinión, una de las razones del ascenso imparable de los videojuegos en detrimento del cine es la cantidad de horas de ocio que proporcionan los primeros por cada euro que gastamos en ellos. Supera con mucho al cine.
Esa tendencia quizá se podría revertir de dos formas. La primera es hermanando ambos, como propone Eduardo, haciendo el cine más interactivo. La segunda es mediante cine de calidad. Y es que películas, no sólo buenas técnicamente, sino que transmitan valores, que «lleguen al corazón» y que generen debate posterior entre quienes las ven pueden ofrecer mucho más que sólo dos horas contemplando efectos especiales.
Bueno, ¡vaya ladrillo que os he contado! Enhorabuena por el artículo Eduardo, muy interesante.