[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
La división de opiniones sobre sus méritos cinematográficos es del todo lógica. Lo preocupante es cuando esa división de opiniones depende más de adhesiones/discrepancias ideológicas que de un juicio razonable sobre lo cinematográfico.
La película más cara de la historia de la cinematografía mejicana, For Greater Glory: The True Story of Cristiada probablemente pasará por las carteleras españolas con más pena que gloria. ¿Por qué? El caso nos invita a reflexionar. En parte ello tendrá que ver con los fondos y estrategias de distribución, pero también con los intereses y políticas que inciden en esa distribución.
Los responsables de la película han efectuado un esfuerzo que, visualmente, justifica ese holgado presupuesto, concretamente de 110 millones de pesos. Más allá de razones relacionadas con el star-system (la elección de actores latinoamericanos conocidos internacionalmente, como Andy García, Eva Longoria, Rubén Blades, Catalina Sandino Moreno…), estamos hablando de una obra que propone una narración épica en el sentido tradicional del término, que glosa un episodio histórico poco conocido dentro y fuera de México.
Para vestir esos ropajes cinematográficos, la dirección se le ha encomendado a Dean Wright, un artesano de larga trayectoria en el cine mainstream estadounidense, productor de efectos especiales en diversos filmes de la saga Las crónicas de Narnia, en Titanic, y en la segunda y tercera partes de l trilogía de El Señor de los Anillos, y que en la laureada El retorno del Rey ejerció además de director de segunda unidad. Haciendo buena esa elección, Wright rubrica en este su primer largometraje un trabajo cuya formulación espectacular es innegable, y que además busca su propia personalidad desechando muchos conceptos cinemáticos que destila el Hollywood actual y en cambio haciendo depender esos conceptos visuales, esa épica, de un reseñable trabajo de ambientación y fotografía, que conjuga sabiamente el retrato de una época (México en los años veinte del siglo XX) con lugares comunes del western de toda la vida –los motivos paisajísticos y las definiciones visuales horizontales, principalmente-.
Pero esa trabajada, por momentos espléndida, manufactura visual de Cristiada resulta probablemente menos llamativa que otro aspecto, el argumental, en deriva al ideológico. Y en este otro trazo de personalidad de la película hallemos probablemente los motivos por los que, por ejemplo en este país, resulte complicada su distribución. For Greater Glory: The True Story of Cristiada, escrita por Michael Love, pretende ofrecer una crónica de la Guerra Cristera (también conocida como Guerra de los Cristeros o Cristiada), conflicto armado que se prolongó desde 1926 a 1929 entre el gobierno de Plutarco Elías Calles y milicias de laicos, presbíteros y religiosos católicos que resistían la aplicación de legislación y políticas públicas que restringían severamente la participación de la Iglesia católica en la vida civil. Semejantes acontecimientos históricos podían, por supuesto, glosarse desde múltiples puntos de vista, y el elegido por los responsables de la película está bien claro: el hagiográfico: por encima de cualquier otro considerando, Cristiada instala, desde el primerísimo instante (esos rótulos impresos sobre un fondo celestial) al último (esos créditos finales que incorporan imágenes de los auténticos personajes biografiados, incluyendo la mención explícita a la beatificación de alguno de ellos).
Sus mimbres narrativos e intencionales en esa visión de los hechos que se limita a enunciar a grandes trazos los motivos políticos y contextuales para en cambio ofrecer, según muchas reglas ortodoxas del cine propagandístico, un enfático drama sobre el formidable sacrificio que un contexto hostil reclama de una colectividad en general (los católicos) y de diversos personajes en particular (sacrificio que en algunos casos, como el del general Enrique Gorostieta Velarde (García) pasa por la asunción de unas convicciones que no eran las suyas, y en otros, como el niño José Sánchez del Río (Mauricio Kuri), se lleva al más doloroso extremo, la narración pura del camino de un mártir).
En no pocas críticas anglosajonas o latinoamericanas se detecta claramente que esa elección narrativa hagiográfica se esgrime para desmerecer el interés de la película, ejercicio analítico tan cargado de prejuicios como el que, por poner un ejemplo, recibió La Pasión de Cristo de Mel Gibson (película que, lo cortés no quita lo valiente, es mucho mejor que la que nos ocupa). Y hablo de prejuicios porque no se trata de si el filme incorpora errores históricos de cierto bulto (que al parecer así es), porque, en definitiva, siempre he opinado que hay que relativizar mucho esa coletilla de “basada en hechos reales” que incorporan tantas películas, y que parece que sigue enganchando al público como fórmula comercial, quizá porque hoy se cree que los libros se están quedando obsoletos y el cine es quien debe hacer la labor de la ilustración histórica, cuando en realidad el cine, por ende, y de forma aún más acusada que un texto escrito, ofrece siempre una visión parcial de unos determinados hechos.
Todo eso, digo, no resulta importante. ¿Es una versión interesada de la historia? Por supuesto. ¿Es maniquea? Sin duda. Para aquél que eso suponga hándicaps, indudablemente Cristiada no es su película (si está interesado en el tema, se le pueden proponer otras aproximaciones cinematográficas a esos acontecimientos, como Miércoles de ceniza (Roberto Gavaldón, 1958); La guerra santa (Carlos Enrique Taboada, 1977) o Desierto adentro (Rodrigo Plá, 2008), todas ellas que igualmente “están basadas en hechos reales” y aportan… otra versión).
La cuestión es ¿por qué lo maniqueo en ocasiones es tratado con condescendencia y en otras, como ésta, es visto como ofensivo o hasta reaccionario? Porque, siendo francos, si algo no se le puede negar a Cristiada es su ejercicio de absoluta coherencia, su absoluta supeditación narrativo-visual a sus determinadas (y determinantes) ideas y las convicciones religiosas a las que sirve. Así debería plantearse y aceptarse, y sólo entonces podríamos desentrañar de forma honesta los haberes o carencias de la obra. Entre los haberes, amén del citado encourage visual, la potencia expresiva de algunas de las imágenes que precisamente incorporan señas de imaginería religiosa para incidir en la radiografía de esas penalidades para la vida y la dignidad humanas que tuvieron lugar durante esa cruzada contemporánea (la película está plagada de ellas; me limitaré a citar dos: la imagen dantesca de los hombres colgados de postes a lo largo del tendido ferroviario –imagen que evoca otra de Espartaco (Stanley Kubrick, 1960)–, o la climática, terrible secuencia que relata el destino del niño José Sánchez del Río, fatídica procesión en la que el cruento enunciado argumental se glosa con imágenes tan poderosas como ese detalle de la cruz dibujada en el suelo lleno de sangre). Entre las carencias, el innegable descontrol rítmico de la película, fruto de una deficitaria gestión de la estructura argumental, que avanza de forma excesivamente gráfica por muchos enunciados, y que por tanto resultan a la postre mal cohesionados.
En definitiva, lo que estoy diciendo es que el cine es un vehículo de expresión visual, y que hacemos mal al limitar su percepción y juicio sólo en términos ideológicos. La película nos habla, a la postre, de la defensa de la libertad religiosa (y dejo constancia de que, a pesar de lo gráficos de sus enunciados, no escatima detalles que revelan que los esfuerzos de los rebeldes capitaneados por Gorostieta no fueron tan decisivos como maniobras políticas de espaldas a esos esfuerzos, con implicación de un emisario norteamericano –interpretado por Bruce Greenwood– que intercedió en la negociación con la Santa Sede a cambio de obtener réditos de explotación económica, concretamente las concesiones del petróleo). Otra libertad, la de expresión, legitima el prisma hagiográfico que enarbola Cristiada. La división de opiniones sobre sus méritos cinematográficos es del todo lógica. Lo preocupante es cuando esa división de opiniones depende más de adhesiones/discrepancias ideológicas que de un juicio razonable sobre lo cinematográfico.
Muy interesante, sensato y sugerente este planteamiento expuesto por Sergi Grau.
Hay que plantearse el porqué, al menos en España, determinadas películas pasan sin pena ni gloria, a pesar de ser en algunos casos grandes films. Hay un hecho de fondo: quien domina buena parte de la distribución.
Pongo un ejemplo: Katyn. Otra gran película a la que, por ideología, se marginó.