[Guillermo Callejo. Colaborador de Cinemanet]
El hombre y su soledad. Es un tema que ha inundado páginas y páginas de la literatura, que ha protagonizado algunas de las más bellas pinturas de la historia, que ha aparecido en incontables obras dramáticas… y que ha estado siempre presente, de una forma u otra, en las más importantes producciones cinematográficas. La pregunta es por qué.
Nadie duda que la cuestión es tan vieja como la tos. El hombre es social por naturaleza, etcétera, etcétera. Pero si se trata de algo tan manido, por algo será. La reciente visión de dos películas aparentemente inconexas entre sí –The Place Beyond the Pines y Blue Valentine, ambas protagonizadas por Ryan Gosling- me ha llevado a darle unas cuantas vueltas de nuevo.
Parece claro que no todo el que se rodea de gente está verdaderamente acompañado, y que a veces el que a simple vista nos resulta solitario es en realidad el líder de un grupo numeroso de personas. Pasar unos cuantos momentos sin compañía no sólo es permisible, sino necesario. ¿Quién no ha deseado, con más o menos frecuencia, apartarse del mundo para juzgar un hecho, una acción o una decisión con la debida calma y objetividad? Cuando no nos vemos reflejados en el prójimo, y cuando no podemos socorrerlo ni disfrutar de su presencia, tal vez sea hora de enfrentarnos a nosotros mismos en la introspección de un paseo, en las reflexiones de un viaje o en la meditación dentro de una iglesia.
Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) cautiva al espectador por el modo claro y nada banal con que se enfrenta a la soledad. Scarlett Johannson y Bill Murray encarnan a dos personajes parecidos y desemejantes a la vez, pues a pesar de su diferencia de edad y de sus aspiraciones profesionales casi contrapuestas ambos comparten un interés tímido por la vida, una personalidad compleja y un deseo mal camuflado de felicidad. No abundan los diálogos entre ellos durante sus escasos encuentros y, sin embargo, se expresan con una empatía abrumadora. Son almas solitarias en un Tokio desconocido y salvaje.
Creo que en Magnolia (1999), Paul Thomas Anderson, por mucho que ponga frente a la cámara unas cuantas historias paralelas y un buen puñado de protagonistas heterogéneos, nos está hablando, sí, del egoísmo, el perdón y la redención, pero también del desgarro que produce en nuestro interior vivir sólo para satisfacer nuestros intereses. De lo incómodo y penoso que resulta enfrentarse a solas a los miedos y errores propios.
Algo análogo ocurre, en mi opinión, con In the Mood for Love (Wong Kar-Wai, 2000) –un hombre y una mujer descontentos con sus respectivas parejas, infelices y desolados porque su amor matrimonial no es correspondido-, con Scarface (Brian De Palma, 1983) –el ascenso al poder y la destrucción de un hombre sin escrúpulos, desapegado de cualquier moral y de cualquier compañía (un caso parecido es el de There Will Be Blood, con Daniel Day-Lewis)- y con la excepcional Drive –donde el callado Ryan Gosling reparte su justicia a diestro y siniestro- por mencionar ejemplos poderosos. Aunque, en realidad, la historia del cine los tiene a raudales.
Otra película relativamente nueva y de prestigio internacional, Amour (Michael Haneke, 2012), expone las causas e implicaciones de la soledad que nos sobrevendrá a casi todos cuando nos convirtamos en ancianos. A fin de cuentas, cada uno de nosotros se enfrentará a la muerte sin nadie a su lado. Lo mismo nos ocurre con el dolor: si sufrimos, sufrimos en carne propia. No puedo menos que acordarme de Sándor Márai, el fabuloso escritor húngaro del siglo pasado, quien en su obra póstuma Diarios dejó escrito lo siguiente: “La vejez. El viejo tiene que decidir cómo gestionar la soledad. ¿Qué es más adecuado: ser solitario a solas o vivir sólo en compañía?
El cine, al igual que hace con un sinnúmero de cuestiones vitales, nos muestra a menudo cuáles son las causas y consecuencias de la soledad, sea ésta en su dimensión positiva o negativa. Nos invita, en definitiva, a reflexionar sobre ella y a manejarla con destreza. Y las películas más atrevidas sugieren, incluso, la necesidad de acudir a una trascendencia cuando los recursos en este mundo se han agotado, dando a entender que nunca, nunca, nunca estamos verdaderamente solos.
Cierro con otra cita –espero no aburrir al lector-, ahora tomada del libro En tiempo de prodigios, compuesto por Marta Rivera de la Cruz: “Aprendí que la soledad puede ser un valor en sí misma, y que uno alcanza la completa madurez cuando sabe asumirla e incluso disfrutar de ella en su justa medida. Aquel que sabe estar solo tiene más facilidad para apreciar la buena compañía, y el que no se encuentra a gusto consigo mismo difícilmente estará bien con los demás”.