Ambientada en la mítica ciudad de Nueva York y abarcando más de un siglo, se trata de una historia de milagros, destinos cruzados, y la sempiterna lucha entre el bien y el mal. Bien ambientada a pesar de las dificultades temporales y con un nutrido reparto lleno de nombres que garantizan profesionalidad, cojea por su poco original utilización de los buenos ingredientes con que contaba. Película entretenida, pero muy por debajo de las expectativas que pudiera haber despertado.
ESTRENO Título original: Winter’s tale. |
SINOPSIS
Un ladrón pretende robar en una mansión pensando que está vacía. Sin embargo, Beverly Penn, la enferma hija del propietario, se encuentra en la casa. Ambos se conocen y se enamoran, pero la chica está a punto de morir.
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CRÍTICAS
[Mª Ángeles Almacellas – CinemaNet]
Nueva York, principios del siglo XX. Peter Lake, un ladrón perseguido por su antiguo “jefe”, un diabólico personaje llamado Pearly Soames, que quiere acabar con él, consigue salvarse milagrosamente gracias a la intervención de Athansor, un misterioso caballo volador blanco, que llega a ser como su ángel de la guarda. Antes de marcharse de la ciudad, Peter entra a robar en una suntuosa mansión y allí se encuentra con la bella Beverly Penn. Ambos se enamoran profunda y sinceramente, pero el destino de ese amor es trágico porque ella está gravemente enferma de tuberculosis y le queda poco tiempo de vida. Los secuaces de Pearly consiguen volver a encontrar a Peter, lo atacan y, finalmente, lo dan por muerto. Pero, un siglo después, aparece de nuevo en Nueva York, amnésico y con la capacidad de percibir realidades que nadie más ve ni oye.
Los actores están todos bien, teniendo en cuenta, además, el lujo que supone tener como secundarios a William Hurt y Will Smith. La película está bien realizada, es muy buena la difícil ambientación en dos épocas separadas por casi un siglo, la fotografía preciosa, la música hermosa… Pero la trama no está conseguida. Hay romance, intriga y fantasía, todo ello como ingredientes de la eterna lucha del mal contra el bien, de los “diablos”, capitaneados por el mismo Lucifer que intentan destruir el amor para imponer la maldad y la desesperación en el mundo. A lo largo de toda la historia, queda explícitamente clara la perversidad de las intenciones de las fuerzas del mal –Pearly y sus diablos–, pero la fuerza indestructible del amor aparece teñida de un cierto panteísmo New Age, que deja al espectador un tanto desconcertado. El conjunto queda confuso, sin verosimilitud, aun dejando el margen a la fantasía propia de un cuento, y, por otra parte, demasiado previsible.
La película resulta entretenida, pero muy por debajo de las expectativas que pudiera haber despertado.
[Jerónimo José Martín – COPE]
Productor de una veintena de películas y guionista de filmes como “Una mente maravillosa” —con el que ganó el Oscar—, “Cinderella Man”, “Yo, Robot” o “Soy leyenda”, el neoyorquino Akiva Goldsman debuta como director con “Cuento de invierno, adaptación parcial de la larga y famosa novela homónima —uno de las más celebradas semblanzas literarias de la ciudad de los rascacielos—, escrita en 1983 por el también neoyorquino Mark Helprin. Se trata de un melodrama lacrimoso y algo cursi, que desarrolla una singular mitología en dos tiempos diferentes.
Nueva York, 1916. Peter Lake (Colin Farrell) es un inmigrante que se ve obligado a trabajar como ladrón para la banda del gángster de origen irlandés Pearly Soames (Russell Crowe), un ser diabólico obsesionado con que las almas se corrompan. Peter se enfrenta a su jefe, huye de él y se salva in extremis gracias a la intervención de un misterioso y volador caballo blanco, el mítico Athansor, que se convierte en su ángel de la guarda. Poco después, Peter intenta robar en una casa que cree vacía; pero allí se encuentra con Beverly Penn (Jessica Brown Findlay), una bella, alegre y enigmática heredera, gravemente enferma de tuberculosis. Ambos se enamoran, pero su romance se interrumpe traumáticamente. Al poco, los secuaces de Soames persiguen de nuevo a Peter, y le dan por muerto. Pero éste reaparece un día en el Nueva York actual, amnésico y con la capacidad de contemplar y escuchar cosas que nadie ve ni oye.
Apoyándose hábilmente en la preciosa fotografía de Caleb Deschanel, la romántica banda sonora de Hans Zimmer y Rupert Gregson-Williams, el esmerado diseño de producción de Naomi Shohan y el sugerente vestuario de Michael Kaplan, Goldsman desarrolla una preciosista puesta en escena, en la que intenta articular el romance, la intriga y la fantasía, al tiempo que saca brillos singulares a numerosos parajes emblemáticos de Nueva York. Pero no consigue que ese sabroso cóctel levante el vuelo, en parte por su irregular realización, en la que muestra defectos de primerizo, sobre todo en las toscas secuencias de acción. Además, el guión extrema demasiado el melodrama y lo inunda de una difusa espiritualidad, elogiable en su povidencialismo y en su defensa de la alta dignidad de cada vida humana, pero distanciadora en su grotesco maniqueísmo y en su cierto panteísmo, muy New Age. Esto debilita la entidad y credibilidad de los personajes, a pesar de los elogiables esfuerzos de los excelentes actores que componen el reparto. Además, el desatado romanticismo de la historia se rompe en una escena sexual demasiado explícita. Queda así una película fallida, que desaprovecha el potencial de la novela original.
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