En el mundo hay dos lobos: uno oscuro que habla de desastres y desesperación, y otro luminoso que inspira optimismo y esperanza. Siempre hay que dar de comer al segundo. Esa es la moraleja de un cuento que el padre de Casey le cuenta a su hija desde la infancia, y ese el mensaje de Tomorrowland: El mundo del mañana.
SINOPSIS
Unidos por un mismo destino, Frank —quien fuera un niño prodigio, ahora hastiado de tantas desilusiones— y Casey —una brillante y optimista adolescente llena de curiosidad científica— se embarcan en una peligrosa misión para desvelar los secretos de un enigmático lugar perdido en algún punto del tiempo y el espacio conocido como Tomorrowland. Y su misión allí cambiará al mundo, y a ellos, para siempre.
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[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
Con un poco de imaginación
La Walt Disney Pictures acumula, en los últimos años, un corpus interesante de propuestas no animadas ni dependientes de sus multimillonarias franquicias. Interesante por ese propio desmarque, en el mosaico de la política creativa de la productora, que revela un cierto riesgo (los números en el box office cantan) a la hora de asumir proyectos: parece que a los ejecutivos de la compañía, quizá conscientes de que hoy la taquilla no es ya el barómetro útil para medir la rentabilidad de un producto, no les tiembla la mano en apostar mucho dinero en mecenazgos creativos y en propuestas que pueden fracasar pero, si tienen éxito, asegurarán réditos a largo plazo mediante secuelas y derivaciones en todos los ámbitos del mercado que el conglomerado maneja. Podría ser ése el caso de John Carter (Andrew Stanton, 2012) o de El llanero solitario (Gore Verbinski, 2013).
Como en la fábula marciana basada en Edgar Rice Burroughs, se ha encomendado la realización de esta Tomorrowland a un director forjado en la Pixar, Brad Bird, y a un guionista de éxito y personalidad, Damon Lindelof, la participación en la confección del guión (que el propio Bird cofirma). Lindelof no deja de ser una conexión Abrams, el cineasta encargado de la remodelación tan esperada de la franquicia Star Wars. Y quien esto firma, pensando en la baraja de todos estos nombres, los Abrams y Lindelof, los cineastas de la Pixar, el Whedon de las películas sobre Los Vengadores, medita sobre el hecho de que, si bien es imposible equiparar épocas en la industria, los enumerados podrían ser vistos como los equivalentes de los Spielberg, Lucas o Coppola en los años del New Hollywood. Por supuesto habrá quien se eche las manos a la cabeza ante semejante argumento (¿sacrilegio?), pero vengo a referirme a personalidades creativas. El maltrecho Hollywood de principios de los años setenta nada tiene que ver con el paisaje tan transmutado de la industria hoy, pero esa industria necesita siempre creadores que ofrezcan una determinada mirada, que pulsen teclas por inquietudes, que subrayen unos temas o puntos de vista y dejen otros de lado. Y en ese sentido, gusten más o menos los resultados, y dejando la nostalgia aparte, esta batería de nombres capitalizan una parte importante de la creatividad en el seno de la industria del cine de hoy, y es dato relevante su asociación con la Disney. Desde el ejemplo más paradigmático de todos, John Lasseter, no se trata de nombres forjados en el seno de la WD Pictures, sino talentos cazados por la productora. La pregunta del millón es hasta qué punto tiene lugar el pacto entre los motivos artísticos y los, digamos, crematísticos.
Y es una pregunta que una película como Tomorrowland hace difícil de contestar. Porque, a pesar de nacer como un proyecto que tenía que dar réplica cinematográfica a unas atracciones de los parques temáticos Disney, los resultados cinematográficos resultan desconcertantes, y probablemente más para lo bueno que para lo malo. En Tomorrowland se dan la mano dos creadores, Bird y Lindelof, que aúnan la solvencia artesana en sentido amplio (la capacidad para confeccionar ficciones del gusto del gran público) con una sofisticación en las maneras narrativas que procede del gran aparato artístico de la animación y de las series televisivas, las dos fuentes de mayor talento e innovación del audiovisual estadounidense de hoy. Aunque he leído alguna crónica despistada que nos dice –supongo que por aquello de que aparecen unos niños– que Tomorrowland pretende recuperar el aspecto luminoso, sencillo y buenrollista de la ci-fi de los años ochenta, poco termina habiendo de eso en la película. No hay sencillez, sino un argumento sofisticado plagado de reflexiones metanarrativas, la luminosidad es cuestionada como coda argumental (conviven dos miradas enfrentadas en su visión del progreso, y ése es al fin y al cabo el tema de la película) y el buenrollismo está decididamente en fuera de juego, y me refiero al hecho de que, si algo se le puede achacar al filme, es que no es una obra entretenida, y que su estructura, de compleja, es a veces problemática, todo ello a tono con esa densidad aludida.
En la miga narrativo-discursiva de la película, más allá de la puerilidad (también sofisticada, en esta ocasión) que es dable esperar de las películas de la productora (ese enfrentamiento entre los dos lobos, el de la luz y el de la oscuridad, que todos llevamos dentro, y que vence el que mejor se alimenta), hallamos algunas semejanzas con la muy cercana e interesante Big Hero 6 (Don Hall, Chris Williams, 2014), película disfrazada de aventura animada con ingredientes superheroicos pero que también estampaba en su tablero argumentos cienciaficcionescos para proponer reflexiones interesantes sobre la era en la que estamos viviendo, en la colisión entre los agigantados progresos tecnológicos y el cuestionamiento ético asociado a esos progresos. Tomorrowland se toma bastante tiempo, medio metraje, para plantear el relato en sus términos. Es un peaje que Lindelof y Bird juzgan necesario: arriesgan a desentrañar el relato con calma, a partir de la presentación sucesiva de los dos personajes principales, y juegan la baza del sense of wonder en las secuencias más aparatosas de esa primera mitad del metraje, logrando secuencias tan memorables como la del hallazgo del pin que teletransporta (en una solución visual muy efectiva) a Casey Newton (Britt Robertson) al Mundo del Mañana. En la segunda mitad, la imaginería asociada al progreso se compagina con una sucesión de secuencias de acción e impacto (desde el episodio en la tienda vintage de artículos de coleccionista relacionados con el cine “del espacio” –por supuesto atestada de objetos/guiño para el espectador, desde las innumerables referencias a Star Wars al autohomenaje en la figurilla de un Increíble–, al enfrentamiento climático con el prócer de Tomorrowland, Nix (Hugh Laurie), pasando por la fuga de la morada de Frank Walker (George Clooney) cuando ésta es asediada por enemigos), pero también hay espacio para el sense of wonder puro (la conversión literal de la Torre Eiffel en una lanzadera, fruto de una idea de guión genuinamente steampunk y en una veta à la Alan Moore de La Liga de los Hombres Extraordinarios) y una sutura de situaciones y diálogos en los que se van condensando los elementos filosóficos sobre los que progresa la trama, y que de ningún modo pueden reducirse, a pesar de los inevitables efectismos, a lo esquemático y maniqueo.
Semejante baraja de elementos da lugar inevitablemente a un metraje irregular, y muy mal estructurado si acudimos al manual que nos habla de la compensación entre presentación, nudo y desenlace. Y de ello se sigue que Tomorrowland fracase estrepitosamente como filme de neto entertainment. Ese roller-coaster de situaciones, tonos, cinéticas y efectos especiales sin duda resulta agotador, pero no porque aburra, sino porque a menudo sobrepasa. ¿Hubiera sido una película más redonda si la exploración hubiera sido más precisa en algunos elementos a costa de dejar de sugerir otros, o es precisamente más fascinante por la fecundidad de temas barajados, a pesar de que unos se apuntalen y otros queden en el aire? Es una respuesta imposible, que depende de las preferencias intelectuales-emotivas de uno, o de la clase de predisposición con la que se enfrenta al visionado de la película. A mí me seduce por la fuerza imaginativa de muchas soluciones visuales y el partido narrativo que se le extrae a la imaginería propia que propone, lo que revierte en términos de coherencia y de riesgo, esto es su capacidad por llevar a la hipérbole la entelequia del progreso mientras por otra parte cuestiona sus bondades, algo que puede resumirse en las constantes dicotomías que plantea la película (los niños y los adultos, el éxito y el fracaso, lo mesmerizante y lo ruinoso, el destino inevitable y el libre albedrío, las luces y las sombras del talento científico elevado a la máxima expresión…), y que si los responsables de la película resuelven de forma luminosa en ese cierre-epílogo en el que nos hablan de la Esperanza (así, en mayúsculas), antes han alcanzado la misma tesis a través de lo dramático: la solución del personaje del robot Athena (Raffey Cassidy), que se sirve de las premisas clásicas de los relatos sobre inteligencia artificial para plantar las tesis de la película de una forma poética, hermosa, conmovedora.
[Julio R. Chico – Colaborador de CinemaNet]
«Tomorrowland: El mundo del mañana». Los dos lobos.
En el mundo hay dos lobos: uno oscuro que habla de desastres y desesperación, y otro luminoso que inspira optimismo y esperanza. Siempre hay que dar de comer al segundo. Esa es la moraleja de un cuento que el padre de Casey le cuenta a su hija desde la infancia, y ese el mensaje de Tomorrowland: El mundo del mañana, película producida por Disney, apadrinada por George Clooney y firmada por Brad Bird. Se trata de una cinta de ciencia-ficción, pero tendríamos que decir que ante todo es una película familiar de fantasía y entretenimiento sano. Por todos sus poros respira el espíritu Disney, y su narrativa y factura traslucen las maneras de Pixar, a la vez que la aventura está asegurada con un Clooney que sabe no quitar protagonismo a las dos jóvenes actrices que se convertirán en heroínas que sueñan con salvar al mundo.
La película va sobre eso, sobre la necesidad de soñadores en un mundo que genera y se obsesiona con guerras, injusticias y desastres, de personas que se esfuercen por construir sobre lo positivo y no se conformen con destruir lo negativo, con gente que no se rinde cuando la empresa resulta ardua y difícil. Esos son los mensajes y las cualidades de Casey, una adolescente inteligente que cree y se implica para que su entorno sea mejor, que verá cómo uno o dos hombres maduros sucumbieron al desencanto para olvidarse del mundo o crear otro más bien virtual y falso, que se empeñará en llevar a la práctica esa fábula de dar de comer al lobo bueno. Todo un discurso entre la nostalgia de una época dorada y el temor de otra negra, donde el director evita el tono apocalíptico aunque muestre algún retazo y donde busca la esperanza en la capacidad de la persona para revertir la situación.
Es una historia que viaja al futuro y también al pasado, jugando con las dimensiones del espacio y con una tecnología que conduce a un futuro incierto. La imaginación y el despliegue visual son poderosos, y las interpretaciones de Georges Clooney, Britt Robertson, Hugh Laurie o Raffey Cassidy siempre están al servicio de la historia, lo que es de agradecer. En la narración hay reiteración y una explicitud innecesaria de las ideas que se pretenden transmitir, pero esto es Hollywood y son esquemas a los que no se quiere renunciar, e incluso un final tan patente como emotivo que a alguno puede no gustarle (sin duda, lo mejor, es el comienzo). A su lado, la esperanza como una cualidad que es mejor que el conocimiento del futuro, la ilusión de un mundo donde caben todos -la primera visita al mañana llega con un vestuario variopinto o una convivencia interracial-, los robots vuelven a tener más humanidad que algunos humanos, y la realidad es algo distinta a lo que a veces se nos muestra de manera agorera -en clara alusión a los noticiarios, por ejemplo-.
En definitiva, una historia positiva y esperanzadora, para grandes y menos grandes, algo esquemática y simple en sus mensajes -abundan los tópicos-, pero entretenida y amena y que gustará a un espectador que quiera dejase llevar. La película tiene la amabilidad y dulzura del Disney más familiar, la narrativa ágil y dinámica de Pixar, y la espectacularidad de una tecnología que da brillantez a la historia -asombrosa es la escena de la Torre Eiffel-. Y todo para pasar un rato agradable e incluso divertido, para que nos decidamos a creer que todo es posible y a dar de comer al lobo bueno.
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