(Artículo cedido por su autor y publicado originalmente en el blog Cartas en el olvido)
Tuve la ocasión de ver esta película en Navidad. La estética colorista y el humor de niños no deben engañar fácilmente al espectador: se puede obtener una gran lección de ella. De hecho, diría que es una de las claves más importantes en educación, tanto en casa como en el colegio o demás ámbitos.
¿Cuál? Poco a poco.
En la película –si no la has visto, ojo con leer lo que sigue-, el Sombrerero Loco sufre, por diversos motivos, una depresión de caballo. Alicia, de vuelta al mundo de las maravillas, ha sido llevada allí para solucionar el problema. Pero su actuación no está, al principio, a la altura de las circunstancias.
El asunto es que tanto el Sombrerero como la cabezota Reina de Corazones viven tristes. La tristeza del Sombrerero es más clara. La de la Eeina, disimulada en una actuación tiránica. Lo grande de la película está en la unión de las dos historias en el mismo tema.
En un momento dado, se conoce la historia de la infancia de las dos personas, y se ve que hay unos traumas familiares por resolver, causantes del tormento de nuestros protagonistas.
-¿Crees en mí?
Esa es la pregunta que le hace el Sombrerero a Alicia, dando por hecho que sí, vistas las acciones que ha llevado a cabo. Además, comprueba que su padre también creía en el talento de su hijo como Sombrerero. En cuanto a la Reina de corazones, su historia se arregla del mismo modo: cuando su hermosa hermana reconoce que, siendo niña, mintió, y que estaba arrepentida porque siempre la había querido.
La película lo cuenta sin pasarse de la línea en lo hortera o cursi. Son dos momentos emotivos, y que permiten sacar conclusiones y decir sin miedo que una de las claves de la educación es creer en las personas, una a una. Sacar de cada uno lo que mejor tiene solo es posible, como miles de anécdotas explican, si hay alguien que cree en ti.
Y esto se debe aplicar, como decía arriba, en la propia familia -lugar por antonomasia en que cada uno es uno y válido e indiscutible por eso mismo- y en el colegio, donde cada cual tiene sus talentos, de los que hay que saber tirar para ayudar a crecer a cada uno.
(Me permito añadir que Juan Pablo I decía eso mismo: «la mejor manera de enseñar latín a Juan es quererle»)