SINOPSIS
Mientras la tierra se ve sacudida por los terribles sucesos de la Segunda Guerra Mundial, otra guerra se libra en un pequeño rincón del campo francés. Los chicos de los pueblos vecinos de Longeverne y Velran siempre se han odiado. No pelean por ningún motivo especial. Simplemente, no quieren ver a sus vecinos cerca de donde ellos viven. En una de esas batallas, Lebrac, un chico de trece años de Longeverene, conflictivo pero de gran corazón, tiene una idea brillante: arrancar todos los botones de las ropas de los prisioneros que tomen, para que vuelvan a sus casas medio desnudos, vencidos y humillados. Se ha declarado la “guerra de los botones” y el pueblo que reúna el mayor número de botones será declarado vencedor.
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CRÍTICAS
[Julio R. Chico – La mirada de Ulises]
En unos tiempos en que la valentía era un valor exigido entre los franceses, unos niños imitan a sus mayores y se enfrentan en una guerra por el territorio y también en una lucha por conseguir el amor de su vida. Y eso porque la Francia ocupada por los alemanes en 1944 es el escenario de La guerra de los botones, película de Christophe Barratier en donde los chicos de los pueblos vecinos de Longeverne y Velran reviven la rivalidad y odio de sus antepasados, en lo que viene a su vez a ser reflejo de un país dividido entre la resistencia y los colaboracionistas. En la pelea infantil hay mucho de guerra psicológica y de humillación inflingida por cuanto el botín son los botones de las camisas y pantalones del enemigo, hasta que la causa judía sale a escena… porque entonces todo cambia.
Como en Los chicos del coro, Barratier nos presenta a un maestro que trata de inculcar a sus díscolos alumnos el sentido de la justicia, del respeto y otros valores humanos y de convivencia. Y, como entonces, una o varias historias de amor sirven para endulzar unos tiempos difíciles donde la violencia amenaza con torcer el rumbo de esos pequeños… si la tortura o la impiedad se imponen en el campo de batalla. También la banda sonora vuelve a ser crucial para el director francés, con una música envolvente y melodramática que despierta los sentimientos más tiernos y enardece el espíritu guerrero… de manera tan hermosa como artificiosa. La novela homónima de Louis Pergaud fue llevada al cine por Yves Robert en 1962, y ahora Barratier ha querido ambientarla en unos momentos de ocupación donde convivían patriotismo, denuncia y persecución… pero aquí todo de manera desdramatizada.
A la cinta le falta intensidad y resulta excesivamente blanda y sensiblera, con demasiados tópicos que hacen que la historia no encierre sorpresas, y con personajes trabajados sobre el estereotipo que pierden espontaneidad y frescura. De los adultos, sólo el padre del conflictivo Lebrac admite varias capas y tiene una personalidad definida gracias a la buena interpretación de Kad Merad; el resto, son meras comparsas, y las figuras de Simone y su ahijada o del padre de L’Aztec no tienen desarrollo alguno. En cuanto a los niños, son simpáticos y adorables en su inocente comportamiento pero su dirección no acaba de convencer, tampoco en el caso del campestre Lebrac y de la madura y urbanita Violette, jóvenes entre quienes no se da una química que haga creíble su naciente amor.
Por eso, con las mejores intenciones, Barratier nos ofrece una película familiar y agradable, de factura dulce con algunos momentos emotivos y entrañables en medio de una puesta en escena un poco acartonada. La cinta no alcanza instantes mágicos entre los niños ni la(s) historia(s) de amor terminan de funcionar y coger vuelo, pero a favor está que carece de pretensiones y da lo que promete, que se ve con gusto y conserva el tono amable durante todo el metraje y sin caídas de ritmo. La idealización de la Resistencia con todos los franceses como patriotas y el carácter de fábula infantil la convierten, a su vez, en una película de iniciación a la madurez -aunque vivida con escasa convicción-, con unos niños que juegan a ser mayores y a repetir que “no somos unos gallinas”, aunque a veces se escapen unas lágrimas (fáciles y un poco artificiales) y haya que pedir disculpas (por el exceso y simplificación).
[Jerónimo José Martín – Cope]
En 1944, durante la ocupación alemana de Francia, otra guerra se libra entre los chavales de los pueblos vecinos de Longeverne y Velran, ahora liderados por Lebrac (Jean Texier) y El Azteca (Thomas Goldberg), respectivamente, ambos de unos 13 años. No pelean por nada especial; simplemente, no quieren ver a sus vecinos cerca de su territorio. Tras una de sus batallas, Lebrac tiene una idea brillante: arrancar todos los botones de las ropas de los prisioneros que han tomado, para que vuelvan a sus casas medio desnudos, vencidos y humillados. Se ha declarado La Guerra de los Botones. Los padres de Lebrac (Kad Merad) y El Azteca (Gérard Jugnot) intentan controlar la agresividad de sus hijos y de Brochard (Grégory Gatignol), el líder fascista local. Y, mientras tanto, Lebrac se enamora de Violette (Ilona Bachelier), una misteriosa y culta chica de la ciudad, acogida por Simone (Laetitia Casta), una bella joven del lugar.
Publicada en 1912, la novela de Louis Pergaud La Guerra de los Botones ha gozado de diversas adaptaciones fílmicas y televisivas, la más famosa de ellas dirigida por Yves Robert en 1961. En 2011, han realizado en Francia otras dos versiones: una de Yann Samuell y ésta —ambientada durante la Segunda Guerra Mundial—, a cargo de Christophe Barratier, que confirma las cualidades que ya mostró en el exitazo Los chicos del coro y en el notable musical París, París. Más de tres millones de espectadores franceses han avalado su propuesta.
Como en sus filmes anteriores, Barratier adopta aquí un amable tono tragicómico, a través del que salta de las divertidas peleas de los chavales a las reflexiones sobre la complejidad de las relaciones familiares, el valor de la enseñanza, las raíces del antisemitismo y los perfiles del colaboracionismo y la resistencia ante los nazis. El cineasta parisino casi nunca alcanza la emotividad de Los chicos del coro, pero logra una notable película familiar, dirigida con agilidad, interpretada con gran frescura —sobre todo por el pequeño Clément Godefroy— y bien arropada por la bella fotografía de Jean Poisson y la variada banda sonora de Philippe Rombi.
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