A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
7. AKIRA KUROSAWA
Película: El Perro Rabioso
Temática: La Post-Guerra, Japón
«En un mundo loco,
solo los locos son cuerdos.»
Akira Kurosawa
Probablemente se trate del más renombrado de los cineastas asiáticos de todos los tiempos –aunque Yazujiro Ozu y Kenji Mizoguchi bien merecerían acompañarle en esos términos de prestigio-, y a menudo se le tilda de “el más occidental” de los directores orientales”, porque en su obra conviven referentes de su propio bagaje cultural con otros occidentales, tales como las tragedias griegas, Shakespeare, la literatura rusa del siglo XIX y la novela negra norteamericana del siglo XX (1). En cualquier caso, no es exagerado que Akira Kurosawa, el primer cineasta que consiguió abrir las puertas de la cinematografía proveniente de oriente a los espectadores occidentales –merced del formidable éxito de Rashomon (1950)–, se labrara el sobrenombre de El Emperador tras una filmografía muy dilatada en el tiempo y trufada de obras maestras, entre las que se cuentan Vivir (1950), Los Siete Samuráis (1950), El Infierno del Odio (1950), Dersu Uzala (1950) o Ran (1950), títulos todos ellos que no necesitan presentación para cualquier amante del Séptimo Arte.
Probablemente menos conocido entre el gran público resulta el filme que aquí analizaremos, El Perro Rabioso (Nora Inu, 1949), título no menos genuino que los antecitados y que, por lo demás, contiene un riguroso y diría que furioso testimonio de su tiempo y contexto. Precisamente se hace pertinente familiarizar al lector con ese contexto, en estos lares mucho más desconocido que el norteamericano o europeo.
Expliquemos, sucintamente, que la censura y la mordaza de lo artístico por razones políticas se cebaron especialmente con la cinematografía japonesa en las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Durante el avenimiento de la Segunda Guerra Mundial, el dictado cultural pasaba por el obligado enaltecimiento de los valores de la tradición milenaria nipona, vehículo idóneo para las consignas patrióticas y de glorificación nacionalista (tipología ya preexistente en aquella cinematografía, equivalente a nuestros géneros, denominada jidai-geki); tras la derrota en la contienda bélica, y bajo el control del ejército de ocupación norteamericano, el canon forzoso se invirtió radicalmente, quedando prescrita toda referencia nacionalista o militarista, lo que se tradujo en la interdicción de hecho de realizar esas películas de corte épico ubicadas en tiempos remotos, las jidai-geki, abriendo la veda hasta la preeminencia absoluta a la que históricamente había sido otra de las tipologías fundamentales del cine nipón, el gendai-geki, obras centradas en temas contemporáneos, y de contenido social.
Si bien es cierto que El Perro Rabioso se encuadra lógica y claramente en los parámetros del gendai-geki, ello no impide que se trate de uno de los primeros títulos en los que el cineasta empieza a sentirse menos condicionado por todas esas razones coyunturales, disponiendo de la suficiente libertad y medios para dar cauce expresivo a sus preferencias temáticas y formales.
Lo primero que puede mencionarse de El Perro Rabioso es que se trata de la obra que consolida la adscripción del cineasta a la corriente neorrealista que estaba imponiendo argumentos y criterios visuales en el Japón de la posguerra (de idéntico modo a como sucedía en Italia, país cuyas circunstancias políticas y sociales se asemejaban mucho, por aquel entonces, a las del país del Sol Naciente: ambos habían sufrido la derrota y la humillación en la Guerra, y debían iniciar una ardua reconstrucción a todos los niveles, incluyendo el identitario).
La trama, en la que al joven detective Murakami (Toshiro Mifune) le roban su pistola y se ve obligado a emprender una frenética búsqueda para recuperarla en los bajos fondos de Tokio, ha alentado en infinidad de textos la comparación de la película con la más célebre Ladrón de bicicletas (Ladri di bicciclette), realizada por Vittorio de Sica un año antes, el revólver perdido por el protagonista de El Perro Rabioso parangonándose con la bicicleta que el obrero encarnado por Lamberto Maggiorani trata de localizar penosamente en el mercado romano. Ello sin embargo, el retrato naturalista que nos ofrece el filme se incrusta en un argumento que bebe categóricamente del cine policiaco americano, participando incluso de muchas de las convenciones específicas del procedural, lo que le confiere a esta Nora Inu una perspectiva narrativa y visual, una naturaleza cinematográfica, menos fácil de asimilar a un movimiento y más peculiar, acorde con algunos de los diversos paradigmas que Kurosawa consolidó con el tiempo.
El realizador, por aquellos años seducido por las novelas de Georges Simenon, y que confeccionó el libreto del mismo modo que Graham Greene lo hizo para El Tercer Hombre, escribiéndolo primero en formato novela para después adecuarlo a los términos de un libreto cinematográfico, demostró cuán interiorizados tenía los conflictos de y entre los personajes en liza, y sirvió un relato que, en su definición visual, sabe edificar un certero retrato coyuntural –las condiciones deplorables de vida, la delincuencia en las calles, la ruina económica y moral– a partir de una férrea composición de lo dramático, e incluso de fuerte componenda subjetiva –los quebraderos de conciencia del detective Murakami, modulados por cada nuevo periplo en su proceso de búsqueda de su pistola, y también por la amistad que forja con el veterano inspector Sato (Takashi Shimura), que le auxilia en su arduo cometido–. Huelga decir que no puede calificarse por menos que valiosísima la aportación que en ese sentido efectúan las interpretaciones de Mifune y Shimura, no por azar los dos actores favoritos de Kurosawa, que por aquel entonces iniciaban su colaboración con el cineasta y que no tardarían en convertirse en dos de los actores asiáticos más renombrados de la historia.
El Perro Rabioso se caracteriza principalmente por su indomeñable fuerza, por su febrilidad y por su valentía escénica. Nos propone, en esencia, un viaje de descubrimiento, el mismo que atañe a su protagonista, un hombre al que le mueve su vocación y que tiene perfectamente inculcados los valores de la honorabilidad japonesa, que a raíz de la pérdida de su revólver (y del hecho que el ladrón se dedique a disparar, incluso matar, a civiles con ella), recorrerá una senda de turbación espiritual, de dolorosa personificación en el desolado escenario de la ciudad enferma de la posguerra. De igual forma, su colega Sato, avezado investigador criminal, al tiempo que le instruye en el temple y resto de aptitudes necesarias para perfeccionarse en su profesión de policía, le va revelando las –también dolorosas– claves de la supervivencia moral en ese escenario maldito para la existencia. Vemos, pues, y las imágenes nos lo constatan de principio a fin, que el filme está imbuido de un portentoso aliento lírico cuyos signos no se limitan a edificar la representación de lo general (la lectura social) por lo particular (el drama), sino, tarea infinitamente más compleja y ambiciosa, la interpretación desde un prisma espiritual de tan aciagas circunstancias sociales.
En El Perro Rabioso, el clima caluroso hasta el extremo acentúa lo que de urgente y asfixiante tiene el relato y su escenario; mascamos la miseria en las muchas escenas en las que la cámara –combinando travellings con diversos planos de detalle que se armonizan en un dinámico montaje– recolecta descripciones en exteriores naturales de la ciudad (desde la larga secuencia, poco después de iniciar la función, en la que Murakami se adentra en los arrabales haciéndose pasar por un comprador de armas en el mercado negro, y en la que le vemos deambular por espacios de luz tenue y existencias sórdidas, dormitar en cualquier rincón de la vía pública, llevar a cabo su pesquisa sin apenas convicción, víctima de la desorientación y la fatiga crecientes); percibimos el miedo y la desesperación en las composiciones, a veces muy breves, de la retahíla de personajes que van desfilando en las investigaciones, sean eventuales conocidos del ladrón o víctimas de sus actos delictivos. Visitamos las cárceles, los calabozos y las oficinas de las comisarías, la amargada trastienda de un local de fiesta (las coristas abandonando sus rostros sonrientes mientras se hacinan en el suelo para descansar unos instantes antes de ser obligadas a regresar a su trabajo), el desolado escenario de un crimen (las tomateras que la víctima había plantado, siendo destruidas por su marido, la cámara mostrando un primer plano de un fruto aplastado en el suelo, visión inequívoca de la más vana esperanza), e incluso un abarrotado estadio en el que se desarrolla un partido de béisbol (testimonio de una coyuntura: por aquel entonces, aquel deporte hacía bien poco que se había implantado en Japón). Pero ese entorno, cuadro social y representativo en la precisa mirada de Kurosawa, nos llama la atención esencialmente como el espacio (físico y mental) que articula los quebraderos de pensamiento y sobretodo la soledad de Murakami, y, en la segunda mitad del metraje, soledad acompañada, pues ése, y no otro, es el cometido crucial del personaje de Sato: el demostrarle a su joven colega que existe una vía para, apenas, sobrellevar en el fuero interno tanto dolor y tantas injusticias para poder reaccionar contra ellas sin perder el equilibrio.
NOTA:
(1) Me permito recomendar al lector interesado un muy didáctico libro sobre el cineasta escrito a seis manos por Jordi Puigdoménech, Andrés Expósito y Carlos Giménez Soria, titulado “Akira Kurosawa: La mirada del samurai”, publicado en el marco de las diversas actividades programadas en 2010 bajo la rúbrica “Año Kurosawa”, iniciativa conjunta de la Universidad de Barcelona (UB), a través del Centre d’Investigacions Film-Història, Casa Asia y Cultural Affairs, en conmemoración del centenario del nacimiento del cineasta.