[Sergi Grau. Colaborador de Cinemanet]
El indudable interés del reciente estreno de Silencio (2016), la película de Martin Scorsese basada en la novela homónima de Shusaku Endo, invita a aproximarse a la primera adaptación que existe de la más significada obra del escritor japonés.
Se trata de Chinmoku, película firmada por Masahiro Shinoda en 1971, apenas un lustro después de la publicación de la novela, y entre cuyos créditos llama mucho la atención la participación del propio Endo en la manufactura del guion, a cuatro manos junto al propio Shinoda. En estas líneas no se propone una crítica en el sentido puro del término, sino unas notas tomadas desde el conocimiento de la obra de Scorsese, para aportar un parangón, un comentario sobre semejanzas y disensiones. El visionado de la película resulta aconsejable desde la perspectiva del interesado en la temática explorada -la persecución de los colectivos cristianos en el Japón del siglo XVII y las decisiones adoptadas, en las más hostiles condiciones, por dos sacerdotes jesuítas-, pues su particular abordaje ofrece unos elementos de reflexión que la versión de Scorsese matiza en algunos sentidos. Pero Chinmoku también es recomendable bajo un prisma más libre o amplio, el interés por la Historia del Cine, pues se trata de un título lleno de virtudes y hallazgos en lo que al lenguaje fílmico se refiere.
Masahiro Shinoda es uno de tantos nombres cuyo talento tiene pendiente ser puesto en justa medida en el seno de la fascinante filmografía japonesa. Pertenece a la que a menudo se identifica como la “nueva ola japonesa”, la misma generación de Nagisa Oshima, Hiroshi Teshihagara o Shoei Imamura, cineastas cuyo aprendizaje vital corresponde a los años inmediatos tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, y cuyas obras se caracterizan tanto por un interés por reelaborar una narrativa de afirmación nacional cuanto por el cierto afán de transgresión a través de la forma, elemento este último que, desde una perspectiva mayor, les pone en sintonía con la modernidad del cine que se estiló en tantas latitudes del globo a partir de los años sesenta del siglo pasado.
Ese cierto afán de significación nacional, como reacción a la humillación sufrida tras la derrota bélica, encaja de forma conflictiva, apasionante, con los términos de una novela, Silencio, escrita por un japonés cuya principal peculiaridad era precisamente la de hacer de su pertenencia a una minoría católica (menos del 1% de la población japonesa) un tema fundamental en su obra. A diferencia del filme de Scorsese, en Chinmoku son dos polos creativos en términos espirituales distantes quienes edifican el relato, y eso revierte en imágenes y sentidos, redundando en un tono aún más claustrofóbico que el que expone el cineasta italoamericano y en un desenlace mucho más amargo, trágico, alejado de la esperanza que Scorsese receta al discurso en la solución de su película. Basta comparar los últimos y muy significativos planos de cada obra (que no voy a describir para no incurrir en spoilers) para evidenciar con toda contundencia esas diferencias.
Aunque Chinmoku arranca con una pequeña glosa del conflicto religioso en Japón y sus causas, y en cambio Silence opte por un prólogo ya centrado en lo dramático y protagonizado por el padre Ferreira (Liam Neeson), las dos películas siguen con fidelidad las páginas de la novela y desarrollan una estructura muy idéntica, que básicamente se divide en dos partes, la primera centrada en los avatares del viaje de Rodrigues y otro sacerdote, Garrpe, por los territorios rurales del sur del Japón a principios del siglo XVII, segmento que habla de la inmersión de esos dos sacerdotes europeos en un contexto cultural desconocido, y una segunda que transcurre desde el momento en el que Rodrigues es capturado por las autoridades locales y trasladado a una celda, donde será torturado física y espiritualmente para obligarle a apostatar. Sin embargo, hay un hilo o guía narrativa en el filme de Scorsese que aquí no existe: la voz en off del padre Rodrigues. Aunque Scorsese la utilice con sapiencia, utilizando la cámara y el montaje para dar amplitud de perspectiva a esa voz over y rehuyendo énfasis innecesarios, la ausencia de un guía en una voz, de ese testimonio en primera persona, es cabal en la definición anímica del relato de Shinoda: el desasimiento del espectador es mayor, el sentido de lo lírico y la abstracción se acentúan, y en los pasajes más crudos, los que discurren en la celda de Rodrigues o en sus aledaños, el huis clos espiritual del personaje resulta aún más atronador que en el filme de 2016, y ello tiene que ver con esa ausencia, que en Silence es presencia, de una voz en off.
La mayor generosidad de medios y la cierta amplitud de la mirada panorámica de Scorsese hacen de Silence una experiencia visual más telúrica, y también más atenta a descripciones contextuales que ofrecen elementos de reflexión, por ejemplo relacionados con las posibles resonancias del colonialismo en la reacción japonesa, que Scorsese no subraya expresamente pero no obvia en su relato. En cambio, y llamativamente, este elemento sí se obvia más en Chinmoku, dejándolo al bagaje del espectador, pues, sea por carestía de medios o por vocación (las dos cosas revierten en un discurso sin fisuras), las razones contextuales interesan menos a Shinoda que la introspección más pura (y dura) en el padecimiento de Rodrigues y su conflicto. A ello coadyuva, por un lado, un hallazgo formal importante: el hecho de que el grueso de los diálogos de la película sean en japonés pero, en cambio, Rodrigues en ocasiones utilice el inglés, no solo para hablar con los otros sacerdotes, sino en parte para dirigirse al inquisidor, que conoce su idioma, al traductor, que es un personaje con peso en el relato, o incluso en breves soliloquios. Conforme avanza el filme, Rodrigues -que, a diferencia del personaje encarnado por Andrew Garfield en el filme de Scorsese, habla bien el japonés- va quedándose solo con sus opciones y ese aislamiento está bien ilustrado, por ejemplo, sirviéndose la película de ese recurso de cruces idiomáticos.
Pero la introspección pura del filme también se beneficia de las caracterizaciones de los actores. Caracterizado con una espesa barba que acentúa la presencia de su mirada, David Lampson le confiere a la planta y expresividad de Sebastian Rodrigues una mayor rugosidad que la que alcanza el más joven Garfield en el filme de Scorsese; conforme nos acercamos al fatídico clímax del relato, donde el sacerdote es torturado y llamado a pisar el fomué con la imagen de Cristo, Shinoda acerca cada vez más la cámara al actor, extrayendo cotas de angustia impresionantes. También mucho más angustiado aparece el personaje de Ferreira, quien, llamativamente, aparece encarnado por un actor japonés, Tetsurô Tanba. El Ferreira del filme de Shinoda nada tiene que ver con el que encarna Liam Neeson en Silence: todo lo que en el filme de Scorsese resulta implosivo, aquí resulta bien al contrario: el padecimiento de Ferreira no se da por asumido, no es interior, sino que se hace patente en diversos y apasionantes diálogos que mantiene con Rodrigues, donde Shinoda sabe que se juega la tesis de su película y se muestra elocuente, elevando la temperatura dramática hasta lo febril, logrando equiparar esos argumentarios en conflicto de los dos personajes con el padecimiento físico insoportable que unos pobres desgraciados están sufriendo en la sala contigua a aquélla donde Rodrigues y Ferreira se hallan, equiparación de lo ominoso en lo físico y en lo espiritual que resume muy bien la deriva final de la obra.
No hay recetas fáciles para desentrañar lo complejo, y Chinmoku resulta una obra tan interesante como Silence, tanto por lo que adjetivan del mismo modo como por lo que las distancia desde múltiples perspectivas. Su visionado complementario sin duda revierte en riqueza, en atención al tema expuesto tanto como a la educación de la mirada en el lenguaje fílmico. Pero si tenemos que terminar estas líneas con una aseveración de máximos, podríamos decir que en la obra de Shinoda el “silencio” resulta más ensordecedor que en el título de Scorsese.