El artista anónimo

Olavi es un anciano, viejo y un poco cascarrabias, que se dedica a la compraventa de obras de arte. Su mayor deseo es conseguir el negocio de su vida: encontrar una auténtica obra maestra, por la que pueda ganar mucho dinero y jubilarse y retirarse, viviendo tranquilamente. Su modo de ser le ha distanciado mucho de su hija divorciada, Lea, y de Otto, su nieto adolescente. Pero las cosas empiezan a cambiar cuando, a regañadientes, acepta a Otto como becario en prácticas de su negocio. El abuelo descubre en él un aliado perfecto para investigar sobre el cuadro de un autor desconocido que se va a subastar, y del que Olavi sospecha es obra de un gran artista.

Bajo la batuta de Klaus Härö, director de cine finlandés, han salido grandes películas como La clase de esgrima (candidata a mejor película extranjera en los Oscar 2016) o la sencilla, pero no menos grande, Cartas al padre Jacob. En todas ellas se nota un gran amor por la humanidad, mientras que, a la vez, critica sutilmente el peligro del ensimismamiento al que nos puede abocar un consumismo egoísta.

Y así como la de las cartas era una alegoría del amor de Jesucristo al dar su vida por nosotros, El artista anónimo viene a ser una actualización de la parábola del mercader de perlas que, al encontrar una preciosa, vende cuanto tiene y la compra… para acabar encontrando algo más que un tesoro material.

Con esta nueva película, Härö, que vuelve a trabajar con la guionista de La clase de esgrima, Anna Heinämaa, mantiene el nivel de las anteriores. Sin ser nada pretenciosa, cuenta una historia sólida, sencilla y conmovedora, con unos personajes muy bien trabajados. A esto, ayuda mucho que el trío de actores realicen un trabajo a la altura de lo que representan.

El artista anónimo es una fábula que muestra muy bien los contrastes entre cómo era el trabajo de un mercante de arte “chapado” a la antigua -pero consciente de que está delante de una obra maestra-, y los que ahora lucen su etiqueta de “artistas” porque tienen mucho dinero, pero ignoran completamente el valor real de una obra.

A la vez, uno de los mejores puntos de esta fábula es que Härö y Heinämaa muestran a los personajes sin maniqueísmos. También Olavi tiene que enmendar los muchos errores a los que le ha llevado el abandonarse totalmente al trabajo, olvidándose de lo que de verdad importa: la familia. En este sentido, es impresionante el momento en que, a través de un contestador automático -de los antiguos, con cassette, por supuesto- y, mientras descubre la máxima calificación que ha obtenido su nieto por las prácticas, una señora del Museo Millesgärden de Estocolmo le responde a la cuestión sobre el posible motivo de por qué el autor no firmó el cuadro.

Entonces, Olavi -y el que sabe apreciar el tema de esta película- agacha la cabeza. Porque, de hecho, es la única opción que cabe hacer ante una obra maestra. La mejor, por ser más coherente. Porque es algo divino.

Cinematográficamente, El artista anónimo, aunque el ritmo decae en algún momento, está muy bien contada. Incluso hay secuencias, como la de la subasta del cuadro que nos atañe, realmente emocionantes. También es muy interesante ver cómo juega con los claroscuros, a la par de esta obra anónima y de cómo el protagonista va descubriendo nuevas luces y sombras presentes en su vida que tiene que pulir.