[Txema López Angulo – Colaborador de CinemaNet]
Quizá resulte temerario comenzar por aquí, pero observo estupefacto cómo las letras se amotinan en este punto y tan solo dejan que avance por los laberínticos recovecos de la pregunta: ¿Qué es el cine? Dado que seguramente ha sido respondida con mayor acierto y exactitud por otros más capacitados, regateo hasta la siguiente cuestión no menos importante, pero sí polémica: ¿Para qué sirve el cine?
Imaginemos una simbólica reunión con un amigo para tomar café, en la cual me describe con más pena que gloria su último desamor. Las palabras, los gestos y los silencios que utiliza – incluso el lugar escogido para la conversación – conforman el medio para hacerme llegar un mundo personal, una realidad viva. Soy partícipe de su historia, a la vez que vivo inmerso en otra, mi propia vida, repleta de experiencias y emociones. De tal manera que ambas coexisten, e incluso, llegan a modificarse. En este caso, la visión que tenga del amor puede verse sacudida de pronto por esta realidad, o al contrario, mi propia experiencia acerca de este noble sentimiento «prejuzga» inconscientemente a la nueva realidad, a la que considera intrusa. De igual forma, el arte cinematográfico nos induce a un proceso de encuentro, por el que nuestra propia identidad tiene que verse enriquecida.
Desde que la máquina comercial de la ficción norteamericana se puso en funcionamiento, el cine se transformó en arte e industria, medio y fin en sí mismo; una forma de hacer y de ser. Un instrumento narrativo, expositivo, didáctico, argumentativo, político, propagandístico, creativo y poético que se ha desarrollado de la mano de la técnica. ¿Cuál es el sentido de esa técnica? Actualizar su forma. ¿Cuál es el sentido del cine? Actualizar un fondo que debiera permanecer como tal aunque integrado en la sociedad que lo alimenta. Dar respuesta al qué, cómo y por qué de la vida.
En el artículo La esperanza y los ideales del cine contemporáneo, Guillermo Callejo expone con gran acierto la dualidad «esperanza vs. desesperación» de la que beben las historias de estos últimos años. Sin embargo, llama mi atención lo referido a la renuncia por parte de la sociedad actual a una verdad absoluta: ¿realmente el hombre ha destruido esa verdad primera o más bien la ha suplantado? Me explico.
Nietzsche se refería a la moral como el reverso de la voluntad de vivir. El filósofo alemán – en referencia a los valores cristianos – defendía la tesis de que mientras creamos en la moral condenamos a la vida, ya que consideraba esa «moralidad esclava» causante de la culpa original. A día de hoy los títulos del atormentado Lars Von Trier, la desorientada brújula de Chris Weitz (que no deja de subestimar a la juventud con historias simplonas), los juguetes comerciales de Dan Brown, la obsesión de Amenábar (un prodigio en la técnica y realización, pero, me uno a muchos otros cuando le considero un mal narrador de historias), la amargura de Joel y Ethan Coen y su mensaje «no hay lugar para los valores viejos» – excepcional obra, aún con todo – , el amplio abanico de comedias que nacen de la desmembración familiar o conyugal, por poner algunos ejemplos, nos hacen caer en la cuenta de que aún sigue considerándose la moral como una forma de esclavitud.
Sin embargo, Nietzsche no abogaba por la supresión de los valores, sino por la creación de unos propios, para así situarse por encima de cualquier autoridad. La paradoja de un superhombre condenado a la irracionalidad de la existencia. Hasta el punto de que el tema – el germen que envuelve a la historia y se respira en cada uno de sus poros – del último filme ganador del Festival de Sevilla sea «hasta el milagro es injusto». Imagínense la vuelta a la manzana que hay que dar para llegar a semejante conclusión.
Hitchock nos lo mostró a su manera en La soga (Rope, 1948), película que resume magistralmente lo comentado antes sobre la técnica al servicio de la narrativa. El cineasta británico nos presenta una advertencia sobre el daño que puede causar un extremismo, por mucho que reine el intelecto, justamente en el campo que pisaba Nietzsche. Ya advertía sobre ello el filósofo español Jaime Balmes: en la lectura debe cuidarse de dos cosas: escoger bien los libros y leerlos bien.
Que «la inteligencia no es la respuesta a la felicidad» parece ser una de las tesis vitales de Woody Allen, que también presenta su particular visión de los valores en el falso documental Zelig (Zelig, 1983). Allen – con el humor irónico como canal de expresión de su pensamiento – encarna a un personaje que se reconstruye a base de valores propios al no encontrar el sentido de su vida. La oposición salta a la vista.
El cine se ha formado con el hombre, y éste último es el mundo que ha vivido según el paso de épocas y culturas. Y por lo tanto, de ahí proviene el verdadero poder del cine: de hacernos vivir lo no vivido, dándole vida, y hacer de eso «no existente» nuestro mundo, nosotros. ¿Hacemos cine o el cine nos hace a nosotros? La autoridad que ejerce el hombre sobre el cine y el cine sobre el hombre es una influencia recíproca.
La esperanza, pues, no se alcanza al plantear una solución, puesto que las soluciones ya están sobre la mesa. El «cine sin ideales» no es un cine desprovisto de valores, sino uno compuesto por otros propios, hechos a la medida de quienes los hacen suyos. Y el resultado es una paradoja tan grande como cruel, puesto que proviene de la búsqueda de la felicidad por parte del hombre actual a través de medios irremediablemente equívocos. El por qué de la temática cinematográfica contemporánea, por tanto, no es más que esa frustración del hombre expresada fotograma a fotograma.
Rescatar los clásicos
En las primeras páginas del interesantísimo libro El cine cambia la historia (Montero, Julio y Rodríguez, Araceli; 2005) se explica que la «historia más difundida está contada por el cine: es parcial, episódica, mezcla ficción y realidad, personaliza problemas sociales… pero es la que llega a la gente». Me gustaría resaltar la noción ‘historia´ y añadir que debe ser entendida como algo más que lo referido a un tipo de género, el histórico, como concepto más amplio ligado a cualquier hecho llevado a la gran pantalla, aunque se trata de realidades sociales más ‘contemporáneas´.
Aún así, el mayor error que se puede cometer al hablar del pasado, es hacerlo precisamente sin la perspectiva de ese momento. A día de hoy, no tenemos la misma perspectiva que los clásicos por lo que considero necesario dejar atrás la melancólica visión de la verdadera esencia del cine venida a menos. El viejo esplendor de Hollywood es ahora una fotocopia barata de Norma Desmond en una actualizada versión de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950). Entiéndanme cuando digo que el cine clásico se ha ido para no volver, aunque siempre permanezca en nuestros hogares, videoclubs (parece que no por mucho tiempo) y corazones. Es hora de asumir nuestra responsabilidad y pensar en un cine preparado para sobrevivir a la mayor oleada de cambios tecnológicos – de nuevo industria y técnica – de su historia: las tres dimensiones (posible baza contra la piratería), el VoD y la hipotética desaparición de los distribuidores, un mercado único digital europeo para el cual la Comisión Europea ya ha presentado un documento de reflexión etc.
Qué piden los espectadores
¿Quiere decir quien firma que a día de hoy no es posible hacer cine clásico? No como tal, puesto que éste ya padeció su ciclo vital. Las películas navideñas de hoy, por ejemplo, no tienen nada que ver con aquella maravillosa obra de nombre Qué bello es vivir (It´s a wonderful life, 1946). Piensen en el tema central de aquella historia: el heroísmo de la gente anónima; y reflexionen acerca de cómo se trata ahora en la ficción o incluso los productos producidos para estas fechas. ¿Se imaginan un filme así hoy en día? La sociedad no es la misma, el mundo se mueve, y quienes vivimos en él también lo hacemos. De la misma forma que el galán se ha transformado en un «playboy» (Hitch, Alfie, American Playboy) en una temática de brumosa referencia moral, la apoplejía espiritual de la rebelde Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes (Breakfast at Tyffany´s, 1961) ha evolucionado hasta Verónica Echegui (excelente actriz, por cierto) en Yo soy la Juani. La femme fatal ya no es lo que era.
Y es que, ya como última referencia a esta comparativa española, el cine autóctono de nuestro país se ha embrutecido aún más si cabe. Al hilo del ejemplo anterior, piensen por un momento en las películas que se hacían en Norteamérica por aquellos tiempos de crisis económica y compárenlas con Los lunes al sol de hoy día. No hablo de forma, sino de fondo.
¿Es posible, pues, hacer buen cine sin mirar atrás? También. Es necesario actualizar la maestra sutileza de Hitchcock a la hora de presentar todo lo que rodea al asesinato, y marginar esa destructiva violencia explícita por un arma mucho más poderosa: la conciencia. Nadie dijo que fuese sencillo.
Quizá recuerden aquel diálogo, que descubrí ‘por primera vez’ hace unos meses, que tanto me ha dado para reflexionar:
– ¿A qué va la gente al cine?
– A pasar el rato.
– ¿De qué rato me habla usted?
– Y usted, ¿de qué gente?
¿Los espectadores quieren reír? Enseñémosles a hacerlo. ¿Quieren llorar? Démosles un motivo que valga la pena. Hagámosles pasar miedo y tensión, ilusión y alegría como camino a la reflexión. Si piensan que todo está perdido, hagámosles pensar en Christy Brown y su pie izquierdo (My left food, 1989) o en Jean-Dominique a través de La escafandra y la mariposa (Le scaphandre et le papillon, 2007). El cine refleja la vida y si hay quienes piensan en no poder darle una oportunidad, mostremos su cara más Bella (Bella, 2006). Que por cierto, ante el estreno de la segunda película de Metanoia Films, The blind Slide, se confirma el auge del cine independiente de corte dramático-biográfico firme en su compromiso generador de valores sociales.
Construyamos personajes actuales, atractivos e integrados en esta nuestra sociedad. Tan extravagantes y geniales como Roberto Benigni en La vida es bella (La vita è bella, 1997). Y hacer sentir, como escribió Álex Rosal en un interesante artículo sobre el cine y los mass media, que la «película te reconcilia con la humanidad y te entran ganas de ser más persona, mejor persona». Enfrentémosles con problemas, enseñemos las opciones, hagámosle elegir… bien.
Que conozcan el verdadero significado del perdón, aparente obsesión que impregna la filmografía de Clint Eastwood, que en su última y vertiginosa etapa como cineasta defiende «un cine que interpreta la vida y debe ser un documento de su tiempo». Hablando precisamente de la esperanza y el amor de una madre por encima de todo en El intercambio (Changeling, 2008) y de la igualdad y derechos humanos en su reciente Invictus (Invictus, 2009). Y si vamos a hablar de venganza, seamos tan elegantes como Robert Redfort y Paul Newman en El golpe (The sting, 1973).
Puede pensar el lector que resulta ilógico defender una tesis contraria a la comparación con el cine clásico en un texto repleto de ejemplos del mismo. Pero, precisamente están ahí con la finalidad de comprenderlos y trasladar a nuestros días su fondo. La responsabilidad de quien hace cine tiene su comienzo en un papel en blanco, pero se origina de una vida coherente. Una idea es fruto de lo que tenemos por verdad, aunque luego juguemos a alterarla como le sucede a Jim Carrey en la fantástica ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004). Una verdad no basada únicamente en la lógica sino acorde a la totalidad de la naturaleza humana, un algo inteligible, inmutable, eterno y necesario que enriquezca la misma libertad de las conciencias (que no la libertad de conciencia).
Tenemos la obligación de fortalecer el fondo y los valores (amor, respeto, paz, libertad, bondad, justicia, prudencia, responsabilidad, tolerancia, fortaleza, lealtad…) por encima de círculos críticos y alejamientos ideológicos. Dejemos la política para los políticos, y demos la oportunidad al Séptimo Arte para ser tratado como tal. Porque sí, es algo bueno. Mezclémonos y, en cada escena, en cada diálogo, dejemos caer una semilla de ilusión.
Todo ser humano guarda en sí hambre de verdad. Ortega y Gasset hablaba de que el hombre no puede renunciar al ejercicio de la razón: entendimiento, memoria, imaginación y, de ahí, a todas las construcciones derivadas de ella; la cultura, el arte, el cine. Sin embargo, esa misma razón nos enseña a apreciar la vida por sí misma y los valores que le son característicos. Con algunos matices tenemos la obligación de defender la vida en el mismo terreno de juego en el que se la maltrata. La vida lograda, que diría Don Alejandro Llano. Utilicemos ese fondo y démosle forma, con lo poco que podamos, pues ya se sabe: Nobody´s perfect.
Genial artículo!!! Me has dado muchas ideas sobre las que pensar!
Excelente artículo Txema. Me ha gustado la racionalidad y coherencia del discurso…, pero menudo reto que pones a los cineastas, y a tanta gente para quien el cine no es un medio para ser mejores, sino una máquina de… crear ideología, tener poder o popularidad, conseguir beneficios. Me apunto a ese «cine integral y humano».
Gracias por tus reflexiones, lo mismo que a Pablo y Guillermo por sus artículos: como los tres mosqueteros, con tres ensayos que se complementan al acercarse al cine con ideas.
Mientras haya dejado pie a la reflexión, siento que he cumplido. Julio, abogemos por un cine que cumpla esos dos requisitos: consiga poder y beneficios manteniendo la perspectiva «integral y humana». Sin la primera, nunca haremos llegar la segunda al resto. Es un gran placer compartir opiniones con vosotros.
Felicidades a los cuatro. Ciertamente CinemaNet ha ganado mucho con vuestras colaboraciones!