Nos encantan los protagonistas con carisma, incluso un poco imperfectos. Pueden parecer poco virtuosos, pero nos atraen muchísimo más que si fueran santurrones.
[Jaime A. Pérez Laporta – Colaborador de Cinemanet]
En general, todos los papeles de Russell Crowe son los del héroe de la vieja escuela: él es siempre el marido perfecto, el capitán de barco más listo, el profesor más brillante, el periodista más perspicaz, el gladiador más noble… y yo no me quejo, es uno de los mejores actores que voy a ver en mi vida.
En “Una mente maravillosa” era un esquizofrénico, y esto no encaja mucho con la idea de héroe clásico, pero también es un tremendísimo genio que se queda con la más guapa (y la mejor. En la película es sin duda ella la heroína). El antihéroe, aunque también tenga defectos que él no ha decidido, como los físicos o psíquicos, llama la atención por los defectos morales,es decir, los que son fruto de sus elecciones personales.
En “Los miserables”, además de cantar como un gato afónico, era el malo, es decir, el que no nos importa ahora mismo. Lo mismo sucede con “Winter’s tale”, pero en este caso el gato afónico fue el guionista, o en “El tren de las 3:10”, de la que ya hablaremos en el otro ciclo de antagonistas nihilistas.
Nuestro querido Russell aparece en muchas películas memorables, pero la más adecuada para este ciclo es “American Gangster”. Crowe encarna a Richie Roberts, agente del departamento anti-drogas, que forma su propia unidad especial en los 70 para detener a un revolucionario del mercado del narcotráfico, a un criminal como no lo ha habido jamás en los bajos fondos de Nueva York: Frank Lucas (Denzel Washington).
Hasta aquí, todo correcto. Roberts no sólo es un hombre astuto, también mola, es divertido y luce unas gafas de aviador, unos tejanos y unas tenis como nadie en su época. Pero es que, encima, es increíblemente honrado porque entregó en comisaría una bolsa con un millón de dólares que encontró en el maletero de un narco.
Puede parecer que esto es lo esperable de todo agente de la ley, pero los años 60 y 70 fueron mucho más turbios para los departamentos de policía de Nueva York o Neuva Jersey. Había numerosos casos de corrupción: agentes que se compinchaban con los narcotraficantes, o que los extorsionaban, o que estaban enganchados al caballo. Y en ese panorama asqueroso y decadente, la figura de Roberts reluce por su honradez y eso nos encanta.
Y entonces llegan los matices. El honrado Richard Roberts no tiene freno en su bragueta, está divorciado y peleando en los juzgados por la custodia de su hijo. Su exmujer planea mudarse a Nevada con el niño, lo que impediría que el padre los visitara con tanta frecuencia. Esta situación tan compleja para el agente de policía se sucede paralelamente a la investigación criminal de Frank Lucas. En una escena inolvidable, en la última vista por la custodia del niño, Roberts se lanza a la desesperada, se acerca a su exesposa y le suplica que no se lo lleve.
Para el tribunal, uno de los argumentos en favor de la exmujer es la seguridad. Roberts es el único que está luchando contra la droga y la corrupción en la ciudad y eso genera enemigos. Por eso, en esa última conversación entre excónyuges, él le suplica que no le castigue por ser honrado, aunque eso le haga vivir con cierto riesgo.
La mujer se ríe, con razón; para ella, la el problema no era la seguridad o el caso Frank Lucas: le pregunta si cree que va a ir al cielo por ser honrado, por devolver un millón de dólares, ¿había olvidado, acaso, sus mentiras y sus líos con otras mujeres?, «irás al infierno con todos esos criminales a los que pretendes dar caza” sentencia ella.
El (anti)héroe, que ya nos ha ido dejando claro que no es perfecto con tanto devaneo sexual, cumple heroicamente con un deber al que se resistía: reconocer que una sola virtud no le hace virtuoso y que un solo defecto puede arruinar parte de su vida. La reacción de Richie, ante el tribunal impaciente por comenzar el juicio, es darle la razón a la que fue su mujer, renunciar a la custodia sin condiciones y marcharse.
No es que se rinda por la custodia de su hijo, o que piense que la seguridad es el criterio más importante para alejarlo de su lado. Lo interesante es que Roberts reconoce su miseria, y no por ello deja de hacer el bien, sigue luchando contra los criminales en las calles, pero ya no pretende ser ante su exmujer lo que no ha sido, un buen padre o un marido ejemplar.
La película no insiste mucho más allá en este tema, puesto que la trama principal tiene que ver con lo criminal, es decir, con aquello que domina el protagonista. En unos años, Roberts habrá limpiado muchas calles y comisarías de Nueva York, pero lo más importante es que no le hizo falta ser alguien infalible. Por lo tanto, nunca desprecies a tu vecino por algún defecto antes de saber si tiene alguna virtud que pueda salvar tu ciudad.
Y a pesar de ser un mujeriego, hay que reconocer que también acabó siendo honrado con su mujer. Después de engañarla tantas veces, no podía haber acto de honradez más grande por ella y por su hijo que reconocerse incapaz de exigirles nada. Antihéroes, señoras y señores, son como nosotros y están ahí para recordarnos que podemos ser malos y buenos al mismo tiempo, aunque en distintos ámbitos de nuestra vida, pero al final siempre tiene que ganar una de las dos partes. Es una lucha lenta, imperfecta e intermitente y se libra en el campo de batalla más espectacular de la historia: el alma humana.