¿Qué sería de la vida sin música? Seguramente estaría tan vacía como una vida sin misericordia, y por eso hoy os proponemos un cinefórum inusual: analizaremos a fondo los dos minutos de la canción “Confrontation”, una de las muchas que componen la épica “Los Miserables”.
“Confrontation” es lo que su nombre indica: una batalla, un duelo, una auténtica pelea a muerte entre dos visiones ¿irreconciliables? Entremos en situación: el ring es un hospital en el que una moribunda Fantine –Anne Hathaway, tras una auténtica exhibición de derrumbe emocional y físico- es asistida por Jean Valjean (Hugh Jackman), ex convicto, ex alcalde y ex empresario que va a ver a la chica tras haberlo sacrificado todo por un pobre diablo.
Al otro lado del ring, Javert (Russell Crowe), un policía que es una fría encarnación de la justicia más terrible. Un gólem impávido con un solo objetivo vital: encerrar al prófugo Jean Valjean, que se escapó de sus garras años atrás. El escenario está preparado: Fantine expresa a Valjean su última voluntad –que cuide de su hija, Cosette- y Javert irrumpe en la alargada habitación del hospital.
Esto es un musical, así que la acción viene punteada por notas enérgicas y violines agresivos, amenazadores. “En el nombre de la misericordia”, canta Valjean, suplicando a Javert que le deje libre unos días para cumplir la última voluntad de Fantine. No hay resultado: ya podría invocar el protagonista el nombre de Ra, porque para Javert suena igual de exótico. El policía no reconoce que sea posible algo como el perdón: “los hombres como tú nunca cambian”, le responde el policía.
Lo de Javert –cuyo nombre, no en vano, recuerda a la ira de Yahveh en el Antiguo Testamento- es una distopía peor que la de cualquier Orwell o Huxley: un mundo infeliz y sin misericordia, un universo hecho de rígido deber. Las dos posturas están claras: deber frente a amor, justicia ciega frente a misericordia.
Empieza el cruce de espadas, literal y figuradamente. Javert solo conoce una norma, la ley del deber. Un camino divino e inquebrantable, una obligación rígida como el metal de las cadenas con que quiere encadenar a Jean Valjean. “Hay un deber que he jurado cumplir”, ataca Javert, una posición que, desde fuera, se antoja ciertamente enloquecida, ya que el gran crimen del protagonista es –recordemos- haber robado un mendrugo de pan.
Y, aun así, Valjean no odia: he aquí la grandeza de su amor. Aunque le espete que “es un hombre más fuerte” y que “su carrera aún no ha acabado”, también le dice que no se irá “hasta que su justicia esté cumplida”. Valjean es consciente de que el bien no es algo propio de blandengues: hacer el bien –en este caso, acudir a cumplir la última voluntad de una moribunda Fantine- requiere fortaleza y siempre supone un escándalo. Bien y mediocridad no son sinónimos: ni siquiera compatibles.
Y aquí el bien es lo auténticamente justo: una justicia íntima que supera a la mera justicia retributiva. Me podría extender aquí, pero mejor cedo la palabra a una voz autorizada para hablar del tema. Esto es lo que dijo el Papa Francisco hace un año sobre la relación entre justicia y misericordia:
“Si pensamos en la administración legal de la justicia, vemos que quien se considera víctima de un abuso se dirige al juez del tribunal y pide que se haga justicia. Se trata de una justicia retributiva, que inflige una pena al culpable, según el principio de dar a cada uno lo suyo. (…) Pero ese camino no lleva aún a la verdadera justicia porque en realidad no vence el mal, sino simplemente lo limita. En cambio, solo respondiendo con el bien es como el mal puede ser verdaderamente vencido.
He aquí, pues, otro modo de hacer justicia que la Biblia nos presenta como senda maestra para recorrer. Se trata de un procedimiento que evita el recurso al tribunal y prevé que la víctima se dirija directamente al culpable para invitarlo a la conversión, ayudándolo a entender que está haciendo mal, apelándose a su conciencia. (…) Y esto es hermoso: como consecuencia de la persuasión de lo que está mal, el corazón se abre al perdón que se le ofrece. Este es el modo de resolver los contrastes en las familias, donde el ofendido ama al culpable y desea salvar la relación que le une al otro, no cortar ese trato.
Ciertamente, es un camino difícil. Requiere que quien ha padecido el error esté dispuesto a perdonar y desee la salvación y el bien de quien le ha ofendido. Solo así puede triunfar la justicia, porque si el culpable reconoce el mal que ha hecho y deja de hacerlo, ese mal ya no existe. El que era injusto se vuelve justo, porque ha sido perdonado y ayudado a volver a la vía del bien. Y ahí está precisamente el perdón, la misericordia”
Es precisamente esto lo que hará Valjean con Javert al final de la película: responder al mal con bien. Volver a escandalizar al frío cálculo que mueve al policía, permitir que la misericordia se infiltre incluso en el lugar en el que le ha sido cerrada la puerta. Eso, no obstante, es harina de otro costal: de momento, repasemos una vez más esta cápsula con la que en apenas dos minutos Tom Hopper resume un debate tan importante como el de la búsqueda de Dios a través de la justicia.
Porque, ¿dónde está Él? En el mezquino ojo por ojo propio de los hombres desde Hammurabi o en esa otra mirada, mucho más tierna y compasiva, propia de la misericordia del Hijo del Hombre. La respuesta, de un modo sutil, nos la da Jean Valjean cuando pide a Javert tres días para volver y cumplir su pena: los mismos que la Biblia otorga a Jesús para volver de los muertos. ¿Casualidad? Sinceramente, no lo creo.